jueves, 30 de agosto de 2007

VALKYRIE

El rodaje en Berlín de Valkyrie, un thriller dirigido por Bryan Singer sobre el atentado frustrado contra Hitler del 20 julio de 1944, ha desatado la indignación en los círculos militares, religiosos y políticos alemanes porque Tom Cruise, el actor encargado de interpretar al coronel Claus von Stauffenberg, uno de los organizadores del complot, milita en la Iglesia de la Cienciología, una entidad religiosa bajo sospecha en Alemania.

El conde von Stauffenberg está considerado un héroe nacional por el fallido atentado que le costó la vida, ahorcado tras un juicio sumarísimo, cuando sólo tenía sólo 36 años de edad. Entre los conservadores alemanes, la figura de este aristócrata católico del Sur de Alemania representa la continuidad de los valores prusianos frente al nazismo –como si éste no fuera la consecuencia de aquellos– y posibilita la rehabilitación histórica de un país estigmatizado por su entrega a los designios de su Führer.


En realidad la mayoría de los conjurados del 20 julio eran individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich y oficiales descontentos por la marcha de la guerra. De hecho la Operación Walkiria había sido ideada en un principio por Heydrich, uno de los artífices de la Solución Final, y el mismísimo Himmler fue un potencial aliado de los conspiradores hasta que estos fracasaron.


Lo que les situó en la oposición no fue el exterminio de los judíos, sino el descontrolado afán belicista de Hitler, sobre todo tras la derrota de Stalingrado en diciembre de 1942, cuando el colapso del ejército alemán ya parecía inminente. Sus problemas de conciencia se reducían casi exclusivamente a la traición que cometían a sus juramentos militares, entre ellos el de su fidelidad al Führer.


Si hubiera prosperado el complot, su intención era negociar en plan de igualdad con los aliados, pidiendo el restablecimiento de las fronteras nacionales de 1914, con Lorena y Alsacia, la anexión de Austria y del País de los Sudetes e incluso la recuperación del Tirol meridional. Para el problema judío tenían una “solución permanente”, un Estado independiente en una zona colonial, en Canadá o Sudamérica, según se expone en los memorandos de Carl Goerdeler, el líder civil de la conspiración, citados por Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén.


Los alemanes ya tenían su película sobre von Stauffenberg, un producción de televisión dirigida por Jo Baier (Stauffenberg, 2004), aunque los títulos que abonaron la leyenda de una Wehrmacht desligada de los crímenes de Hitler se remontan a mediados de los años 50 del siglo pasado, coincidiendo con el ingresó de la República Federal de Alemania en la OTAN. La primera fue Almirante Canaris (1954), del antiguo director nazi Alfred Weidenmann, y la segunda Sucedió el 20 de julio (1955), dirigida por Pabst. En ambas los conjurados ya eran glorificados como heroicos patriotas.


Hasta los años 70 y 80, con Syberberg, Schlöndorf, Fassbinder y Reitz, el cine alemán no inició un auténtico examen de su pasado nazi, pero fue una modesta película de
Michael Verhoeven, La rosa blanca (1982), la que con mayor veracidad reflejó la fragilidad y el aislamiento de la exigua oposición al Tercer Reich, mostrando la hostilidad de la población hacia unos estudiantes católicos de Munich que morirían decapitados en febrero de 1943 por repartir unas octavillas antinazis en las que calificaban a Hitler de “asesino de masas”.


El mismo Verhoeven dirigió años después,
basándose en el libro autobiográfico de Anja Rosmus, La chica terrible (1990), una película menos convencional en la forma, deudora de Brecht, e igualmente honesta, donde una joven historiadora descubría cómo sus vecinos bávaros se habían fabricado un falso pasado antinazi al amparo de la nueva memoria de la posguerra. Shlomo Sand, en su gran libro El siglo XX en pantalla, ha destacado justamente el valor estas dos películas poco reconocidas.


Hanna Arendt reconoce que hubo individuos en todas las capas de la sociedad cuya capacidad de distinguir el bien del mal permaneció intacta, que se opusieron al régimen y jamás padecieron “crisis de conciencia”, aunque no se sabe cuántos fueron, ya que sus voces rara vez fueron oídas. En su citado libro sobre Eichmann previene ante la tentación de glorificar a los conspiradores del 20 de julio de 1944 trayendo a colación un fragmento de Diario de un desesperado de Friedrich P. Reck-Malleczewen, ejecutado en el campo de Dachau, que resume así:


“Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Vosotros fuisteis ... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora, le habéis traicionado... Ahora, que el fracaso ya no puede ocultarse, traicionáis la empresa en bancarrota, para tener una coartada que os proteja... Sois los mismos que traicionaron cuanto os impedía el acceso al poder”.

sábado, 25 de agosto de 2007

ROSENBAUM CONTRA BERGMAN

El polémico crítico del Chicago Reader, Jonathan Rosenbaum, escribió el 4 de agosto una provocadora necrológica de Ingmar Bergman titulada Escenas de una carrera sobrevalorada que podéis leer pinchando aquí. Por el blog de Sergi Sánchez me entero de que Roger Ebert, del Chicago Sun-Times, y el historiador David Bordwell han rebatido su argumentos con contundencia, como veréis pinchando en sus nombres. La verdad es que los argumentos de Rosenbaum, por esta vez, son muy endebles. Con ellos aprovecha la ocasión para arremeter de nuevo contra Woody Allen, una de las "bestias negras" del crítico norteamericano. Allen, por su parte, escribió un bello artículo sobre Bergman en The New York Times que ha traducido María Luisa Rodríguez Tapia para El País. Cuentan que cuando Allen, durante el rodaje en Oviedo su nueva película, supo de la muerte de Bergman y Antonioni en el mismo día, se sentó abatido y pidió una aspirina. Genio y figura.

jueves, 23 de agosto de 2007

BOURNE

La trilogía de Jason BourneEl caso Bourne (2002, Doug Liman), El mito de Bourne (2004, Paul Greengrass) y El ultimátum de Bourne (2007, P. Greengrass)– ha renovado el thriller de espías con una inteligente puesta al día de las claves y convenciones del género. A su lado James Bond resulta un vestigio del pasado, un anglosajón integrado, de resabio imperialista, entregado al lujo y el sexo fácil. Tampoco los profesionales de Misión Imposible están emparentados con él. Bourne ya no forma parte del establishment, ni arriesga la vida para salvar al mundo del peligro que corre. Es un fugitivo paranoico en busca de su propia identidad.

Alfred Hitchcock acuñó el término “macguffin” para designar la excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de la historia, pero que carece de relevancia por sí misma, porque es intercambiable. En las historias de rufianes suele ser un collar, y en historias de espías, unos documentos, explicaba Hitchcock. En 39 escalones (1935), donde estableció el canon aún vigente del género de espías, el “macguffin” es la fórmula secreta que recuerda el memorista circense. Las historias de Bourne llevan a la máxima abstracción este recurso, porque Bourne es su propio “macguffin”.

Bourne es un “experimento” gubernamental fuera de control, una disfunción del sistema que le ha adiestrado para borrar de él todo remordimiento y convertirlo en una máquina de matar a su servicio. Espectro sin memoria, al que se le puede matar sin cometer homicidio, ajeno a toda representación, sólo posee una existencia virtual que es pura supervivencia, como el avatar de un videojuego (Jason Bourne llegará en 2008 a PlayStation 3 y Xbox 360).

Bourne tiene la dimensión patológica de otro clásico del género, El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), de John Frankenheimer, que fue objeto de un remake en 2004, dirigido por Jonathan Demme, donde se cambió el contexto de la guerra de Corea por una referencia a la guerra del Golfo de 1991. Pero Bourne no tiene referencias, sólo atisbos de su pasado. Para recuperar su libertad ha de reconstruir su identidad y desentrañar el contexto que le entrega sin remisión a la violencia del más fuerte, al “homo homini lupus” del Leviathan de Hobbes.

El contexto de la violencia que le infecta no es la del estado natural, sino la del estado de excepción permanente tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia. Bourne es una anomalía dentro de esta anomalía jurídica. El agente amnésico, desde que toma conciencia de su carencia y actúa para remediarla, se convierte en una anomia peligrosa para la violencia que lo ha engendrado, porque esta violencia puede revertirse contra sí misma y quedar desactivada.

Para Bourne el mundo es una interfaz en el que converge con el sistema que le ha creado y contra el que libra una lucha sin cuartel. Un mundo como el Panóptico de Bentham teorizado por Foucault, de una visibilidad aislante, organizado alrededor de una mirada dominadora y vigilante de la que no escapa nadie, ni los vigilantes ni los vigilados. Las tecnologías de este poder “omnicontemplativo” integran numerosos procedimientos, computacionales y electrónicos, en este principio básico de visibilidad aplastante que prefiguró el Gran Hermano de la novela 1984 de George Orwell.

En consecuencia, la puesta en escena se despliega de acuerdo a estas nuevas tácticas electrónicas, de manera fragmentaria e instantánea. En Nueva York, Londres, París o Madrid, los movimientos de Bourne son registrados por un enorme escáner de control planetario que es la suma de todas las insidias, un aparato de desconfianza total, pura paranoia. Ahí dentro, acorralado, Bourne es todo acción y movimiento, pura plasticidad en secuencias ultra cinéticas como la interminable persecución por los tejados de Tánger.

domingo, 12 de agosto de 2007

RED ROAD


Red Road, dirigida por Andrea Arnold, obtuvo en 2006 el Premio del Jurado del festival de Cannes. Se trata de la primera película producida en el marco de “Advance Party”, un sistema en el que tres realizadores escriben un guión cada uno basado en el mismo grupo de personajes. Las historias transcurren en Escocia y los mismos actores interpretan idénticos papeles en cada una de las películas. Detrás de este invento está la mano de Lars von Trier, que sella así un acuerdo de coproducción entre Dinamarca y Reino Unido y da una nueva vuelta de tuerca a sus ideas sobre la serialización en el cine.

La película de Andrea Arnold nos presenta a una mujer que trabaja en el ayuntamiento de Glasgow observando las imágenes de las cámaras de vigilancia ubicadas por la ciudad. Jackie (Kate Dickie) vigila cada día un pequeño trozo de la urbe, atenta a cualquier indicio que le permita descubrir o evitar un crimen. En la sala de monitores se ha familiarizado con las gentes que transitan por las calles. Observa sus rutinas, como pasear al perro, y a veces se asoma, hasta donde se lo permiten las cámaras, al interior del hogar donde moran estos ciudadanos anónimos.


Sabemos muy poco de la vida privada de Jackie: vive sola en una casa descuidada y recurre al sexo con un compañero de trabajo como alivio fisiológico... Hasta el día en que aparece en la pantalla un hombre (Tony Curran) al que no pensaba
volver a ver nunca y, a través de su seguimiento, descubrimos la herida abierta de su pasado, las razones de su vida discreta, abandonada, insatisfecha. No creo que lo mejor de la película sea el goteo de información que a partir de este momento va armando el relato, porque resulta algo artificioso, pero ya ha conseguido instalarnos en una forma de ver la realidad entorno llena de tensión y misterio, basada en el juego amplificador de los detalles y en el minimalismo de la puesta en escena, con el voyeurismo de fondo.


Las mismas técnicas que se supone están diseñadas para prevenir el delito le sirven a Jackie para perpetrar el suyo (su venganza). De su mano traspasamos las pantallas de vigilancia para entrar en las viviendas insalubres de los barrios degradados de Glasgow, verdaderos guetos donde la gente sobrevive con trabajos sin porvenir y se rechazan o simplemente fracasan las condiciones de la inclusión en el sistema. Detrás de las puertas, debajo de la piel aparece el profundo malestar de una sociedad que aplica a todos los ciudadanos los dispositivos que hasta ahora sólo estaban destinados los delincuentes. Es la sociedad de la sospecha generalizada, la que hace el seguimiento de bebés potencialmente peligrosos según sus antecedentes familiares (en el Reino Unido) o toma muestras de olor de sospechosos de ser violentos (en Alemania). Donde toda la humanidad se ha vuelto una clase peligrosa, porque todos somos criminales virtuales, incluidos los vigilantes de nuestra seguridad.

miércoles, 1 de agosto de 2007

BERGMAN, ANTONIONI


El pasado el 30 de julio murieron Ingmar Bergman, a los 89 años, en su casa de la isla de Faarö, y Michelangelo Antonioni, a los 94 años, en su casa de Roma, dos de los más grandes cineastas del siglo XX. El compromiso artístico de ambos cineastas estuvo alerta hasta el último momento. Bergman rompía de vez en cuando su retiro para montar una obra de teatro o dirigir una película, aunque la última, Saraband, en 2003, ya suponía su testamento final. Antonioni siguió rodando a pesar del derrame cerebral que, hace más de veinte años, le dejó irreparables secuelas en el habla y el movimiento. Su última obra fue Il filo pericoloso delle cose, en 2004, un segmento de la película colectiva Eros.

Bergman pertenecía a la cultura de Strindberg e Ibsen y tenía querencia por el psicodrama y el teatro de cámara de atmósfera expresionista. Antonioni procedía del realismo italiano y contribuyó a su renovación desde el corazón del cine neorrealista. Ambos eran cineastas existencialistas, más cerca del nihilismo el sueco que el italiano, debido a la formación marxista de Antonioni, pero tanto uno como otro fallaron la imposible historicidad de sus personajes, unos abocados al vacío de la conciencia, otros náufragos en una realidad deshumanizada. Les interesaba la condición humana, la dificultad de las relaciones humanas auténticas y satisfactorias.

Bergman resultó a la postre menos abstracto que Antonioni: huyendo de la muerte, sus personajes aún podían encontrar instantes de felicidad, siempre ligados a la infancia o la adolescencia, al recuerdo y a la recuperación del pasado, a la fragilidad y sencillez de la vida. Antonioni, en cambio, cuando afirmó su estilo, privilegiaba el éxtasis de las situaciones límite, el abandono, el desarraigo, la ausencia, lo indecible, la alienación, el desierto humano. Bergman era un cineasta del tiempo, del discurrir del tiempo, y por ello la música, como estructura de sus obras y metáfora de la vida, tuvo tanta importancia en su cine. Antonioni, con sus “tiempos muertos”, era el cineasta del espacio, de los espacios desconectados, del desierto urbano. Por su propensión a la arquitectura de los planos, Bergman, en una de las últimas entrevistas que concedió, criticó a Antonioni por “esteta”. Él, el director del gesto y los primeros planos, tenía otra forma de encarar los temas éticos.

Con Fellini, ambos ocuparon la cima del olimpo del cine de autor de su época. Eran artistas dominantes, organizadores de mundos, creadores de sentido, autentificadores de la realidad contra sus engaños y apariencias. Para Bergman hacer cine tenía que ver con la historia de los artesanos anónimos que reconstruyeron la catedral de Chartres en la Edad Media: “Tanto si soy creyente o no, cristiano o pagano, trabajo con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano y porque he aprendido a extraer rostros, miembros y cuerpos de la piedra”. Para Antonioni, “hacer una películas es vivir”.