jueves, 26 de abril de 2007

VOCES

Desde hace veinte años el actor Joan Pera (Mataró, 1948) es el doblador oficial, en castellano y catalán, de Woody Allen.

Hace tiempo, durante una visita a Barcelona, Allen pidió conocerle y le agradeció su trabajo. Le dijo que le hacía parecer más héroe de lo que es en realidad. "No es fácil doblarle”, ha declarado Pera. “Tiene una manera de hablar rara, quiebra las entonaciones a mitad de frase, y es un reto porque tienes que encajarlo, aunque lo cierto es que, tras visionar cada secuencia 20 o 30 veces, suele salir a la primera". Ahora Allen le ha hecho un "casting" en el que opta como actor visible
al papel de un personaje mudo en la película que rodará este verano en Barcelona (1).

Joan Pera sustituyó tras su muerte a Miguel Ángel Valdivieso, el primer doblador de Allen, que lo fue también de Jerry Lewis. Es uno de los grandes profesionales del doblaje español, como la veterana Elsa Fábregas, que hizo su primer doblaje de niña, en 1935, y sigue en activo. El éxito conseguido como doblador de Woody Allen, sin embargo, le ha impedido seguir prestando su voz a otros actores, para no confundir al público. Ahora sólo dobla a Rowan Atkinson (Mr. Bean), pero a cambio se prodiga en el teatro y la televisión catalanes, donde es muy popular.


La historia del doblaje en España está ligada al franquismo, que institucionalizó el doblaje de películas extranjeras en 1941 con el afán de proteger el idioma patrio: Franco seguía así el ejemplo de Mussolini, que ya había impuesto el doblaje obligatorio en 1930 en Italia. Las autoridades franquistas tenían otra razón “a favor” del doblaje: la posibilidad de manipular los diálogos de las películas, que así pasaban la estricta censura. El Rick de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), por ejemplo, ya no sería brigadista de la Lincoln en nuestra guerra, sino un opositor a la anexión de Austria por Alemania.


El doblaje privó a la industria nacional de su mejor arma, el idioma, con la anuencia de la distribución y la exhibición. La normas correctoras dictadas, como las cuotas de pantalla y las licencias de doblaje, no surtieron efecto, dejando que el cine americano copara el espacio de pantalla español. Veintiséis años después, en 1967, se restauró la posibilidad de ofrecer películas en versión original, aunque sólo en poblaciones con más de cincuenta mil habitantes y en las salas denominadas de Arte y Ensayo. Un invento “para turistas” con el que a veces se consiguió burlar a la censura.


El doblaje se coló también en la práctica de nuestras películas, que se rodaban sin sonido, como en el cine mudo, por el consiguiente ahorro. Aunque el sonido directo empezó a imponerse en los rodajes hacia los años 70 del siglo pasado, algunos directores prefirieron seguir recurriendo al doblaje: Berlanga es un ejemplo, porque le permitía introducir cambios en los diálogos hasta el último momento, o Garci, porque gusta de la mistificación de la atmósfera sonora del cine doblado.


Con la democracia, el doblaje se extendió al resto de lenguas oficiales, sobre todo en el medio televisivo. Esta vez el robo de cuerdas vocales se amparó en las políticas de normalización lingüistica: si se había consolidado el hábito de ver películas extranjeras dobladas al castellano, en paridad había que habituarse a verlas dobladas al catalán, vasco o gallego. En Cataluña saltó la polémica cuando TV3 doblo a Cantinflas al catalán, pero luego siguieron las tropelías del doblaje sujeto a las protecciones normativas, hasta nuestros días.


Hace un año se estrenó en Barcelona La buena voz (Antonio Cuadri, 2006) doblada al catalán. El protagonista José Luis Gómez aparecía doblado por Pep Torrents, una voz muy familiar para quienes frecuentan frecuentan los teatros o ven la televisión catalanes. Jordi Batlle Caminal, en las páginas de La Vanguardia, tituló su crítica “La voz de Pep Torrents” y en ella se preguntaba: “¿No acabamos de entender por aquí el castellano y necesitamos oír al protagonista decir M’has agafat amb els pixats al ventre?”.


“Profeso una religión que aboga por la autenticidad del sonido”, escribió Jean Renoir en Mi vida, mis films (editorial Akal). Un suspiro, el chirrido de una puerta, unos pasos en la calle, decía, pueden ser tan elocuentes como un diálogo. Para Renoir la voz de los actores eran parte del “sonido” de la película. Consideraba el doblaje, es decir, añadir el sonido después de filmar, una infamia. “Si viviéramos en el siglo XII, periodo altamente civilizado, los partidarios del doblaje serían quemados en la plaza pública por herejía. El doblaje equivale a creer en la dualidad del alma”, escribió.


Al montador Walter Murch esta idea de lo diabólico, de la dualidad y del doblaje le parece digna de exploración. En su libro El arte del montaje (editorial Plot) recuerda a propósito de la “religión” de Renoir que al diablo se le representa a menudo con una voz que no concuerda con lo que se ve, como en El exorcista (William Friedklin, 1973), donde la niña habla con una voz que no es la suya. “La voz de una persona es una expresión del alma de esa persona, y quien tontea con ella cede a la obra del diablo”, escribe Murch.

(1) Al final Joan Pera no intervendrá en la película de Allen y será otro actor quien interprete al personaje mudo.

viernes, 20 de abril de 2007

LOS SEIS MINUTOS MÁS BELLOS DE LA HISTORIA DEL CINE


Del libro de ensayos Profanaciones (Anagrama 2005) de Giorgio Agamben:

"Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincias. Está buscando a don Quijote y lo encuentra sentado aparte, mirando a la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se halla enteramente ocupada por niños alborotadores. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?), que le ofrece una golosina. La proyección ha comenzado, es una película histórica, sobre la pantalla corren los caballeros armados, en un momento determinado aparece una mujer en peligro. De golpe don Quijote se pone en pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus mandobles empiezan a rajar la tela. En la pantalla siguen todavía la mujer y los caballeros, pero el agujero abierto por la espada de don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente la imagen. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con reprobación.

“¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Armarlas, creérnoslas al punto de deber destruirlas, falsificarlas (éste es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al fin, éstas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos."

GIORGIO AGAMBEN (Roma, 1942), filósofo y ensayista, es traductor al italiano de las obras de Walter Benjamin. En la actualidad es profesor de Estética en la Facultad de Diseño y Arte de la Universidad IUAV de Venecia y enseña filosofía en la European Graduate School de Saas Fee (Suiza). En los años sesenta frecuentó intensamente a Elsa Morante, Pier Paolo Pasolini (hizo la parte de Filippo en El Evangelio según Mateo) e Ingeborg Bachmann. Se doctoró en 1965 con una tesis sobre el pensamiento político de Simone Weil y en 1966 y 1968 participó en los últimos cursos impartidos por Martín Heidegger (los seminarios Le Thor, sobre Heráclito y Hegel). En los años setenta residió en París, enseñando como lector de Italiano en la Universidad de Haute-Bretagne, y estudió lingüistica y cultura medieval. Allí frecuentó, entre otros, a Pierre Klossowski e Italo Calvino.

Sus primeros trabajos investiga las relaciones entre filosofía, literatura y poesía, con títulos como El hombre sin contenido (1970, Áltera 1998), Estancias: la palabra y el fantasma en la cultura occidental (1977, Pre-Textos 1995); El lenguaje y la muerte (1982, Pre-Textos 2003) e Idea de la prosa (1985, Península 1989). A partir de 1985 su pensamiento se centra en cuestiones de ética y filosofía política con obras como La comunidad que viene (1990, Pre-Textos 1996) y Medios sin fin. Notas sobre la política (1996, Pre-Textos 2001). En la trilogía Homo Sacer (I. El poder soberano y la vida nuda, 1995, Pre-Textos 1998; II. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo 1998, Pre-Textos 2000; y III. Estado de excepción, 2003, Pre-Textos 2004) desarrolla el concepto de biopolítica, elaborando una teoría de la relación entre derecho y vida y una crítica del concepto de soberanía a través de una relectura de la Política aristotélica y del pensamiento de Michel Foucault, Hannah Arendt y Carl Schmitt. En esta reflexión también se enmarca Lo abierto. El hombre y el animal (2002, Pre-Textos 2005), donde se interroga sobre el umbral que produce lo humano. Entre sus obras destaca asimismo El tiempo que resta (2000, Trotta), un indagación sobre el tiempo mesiánico que confronta la Carta a los Romanos de Pablo con pensadores como Benjamin, Schmitt, Kafka o Scholem.

martes, 10 de abril de 2007

EL ARTE DEL MONTAJE

Walter Murch es uno de los montadores más sobresalientes del cine americano de las últimas décadas, conocido sobre todo por ser el montador de las películas más importantes de Francis Ford Coppola, y autor de un brillante ensayo sobre el montaje cinematográfico, En el momento del parpadeo (ed. Ocho y Medio). Ahora la editorial Plot acaba de publicar El arte del montaje, una conversación entre Walter Murch y Michael Ondaatje a la altura del famoso libro de conversaciones entre Truffaut y Hitchcock. Un libro que, como todo gran libro de cine, va más allá del propio cine. La música, la literatura, las matemáticas y las ciencias saltan a las páginas del libro para comprender mejor el significado del montaje cinematográfico.

Ondaatje, el novelista de El paciente inglés, cuya adaptación al cine pasó por las manos de Murch, considera el montaje un trabajo de la misma naturaleza que el que realiza un escritor cuando edita una novela, y lo llama “arte”. Murch no cree que un montador –salvo en ciertos géneros documentales– pueda imponer su visión a la película. No es el “autor”, pero nos recuerda –como decía Ingmar Bergman– que hacer una película es parecido a cuando una comunidad medieval construía una catedral; son muchos los que colaboran para hacerla posible.

Para Orson Welles el montaje no era sólo un aspecto del cine, era el aspecto. A pesar del valor central que le conceden los cineastas, fuera del mundo del cine el montaje ha pasado inadvertido. A ello contribuye la casi invisibilidad de su praxis: la exploración y orquestación de pautas visuales y sonoras que no son evidentes a simple vista. Como recuerda Murch, la decisión de cortar un plano tiene poco que ver con la gramática de la escena: “No se cambia el plano en las comas, por así decirlo”. Murch ve un paralelismo entre la decisión de donde se termina un plano y la decisión de donde acabar un verso. El montaje sería un equivalente a la rima y la aliteración en poesía, y el montador, un "invisible corifeo griego" que impugna o modula el tema para darle mayor énfasis.

Dado que nuestra experiencia cotidiana, desde que nos despertamos hasta que nos dormimos, es como un plano continuo, no habría sido de extrañar –plantea Murch– que el montaje cinematográfico, cuyos cortes nos permiten pasar instantáneamente de una costa soleada a una cumbre nevada, “hubiera sido probado y descartado por provocar algo parecido al mareo”. Sin embargo, esas repentinas transiciones nos deleitan. En 2001, una odisea en el espacio, Stanley Kubrick nos fascinó al pasar de la época prehistórica al siglo XXI por medio de un simple corte cinematográfico, saltándose a la torera toda la evolución humana.

Mucho antes Buster Keaton ya nos había maravillado en El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr.), donde interpreta a un operador de cine que sueña que traspasa la pantalla y pasa a vivir textualmente en una película: en un plano se tira de cabeza al mar y, al cambiar el plano, se incrusta en la nieve de una montaña. Keaton, el cómico preferido de los surrealistas, jugó de forma divertida y perspicaz con las dislocaciones cinematográficas y su relación con las dislocaciones propias del sueño, que son las que nos han familiarizado con la versión cinematográfica de la realidad, aunque en la película de Keaton ésta resultara, como en la hipótesis planteada por Murch, un mareo inadmisible.

El montador sondea el proceder “onírico” del cinematógrafo. A veces la yuxtaposición de imágenes revela conexiones surrealistas entre términos extraños. “Dos planos arbitrarios de los pies de un personaje pueden súbitamente volverse poderosos, simbólicos”. Murch cita como ejemplo la poesía española (Lorca, Neruda, Vallejo), el leaping poetry al que se refiere el poeta Robert Bly, un tipo de poesía que “salta” del inconsciente al consciente. Buñuel llevó al límite esta clase de corte con el plano del ojo afeitado en Un perro andaluz, que aún hoy nos hace cerrar los ojos. Una noción de la imagen poética que implica la energía y el movimiento psíquicos.

Más acá del sueño, Murch habla del parpadeo del ojo como analogía del montaje y a la vez como momento de entrada emocional para el corte. Al igual que en cada movimiento ocular hay un montador invisible que elimina los trozos inservibles que no llegamos a ver, el montador sería alguien que “parpadea” para el espectador. Esta teoría se la brindó John Huston, que consideraba el cine el arte más cercano al proceso de pensar. Para Murch, cada plano es un pensamiento o una serie de pensamientos expresados visualmente. “Cuando un pensamiento empieza a quedarse sin fuerzas, ése es el momento de cortar”, “en su plenitud, sin llegar a sobrepasar la madurez”. Murch persigue siempre este punto de equilibrio “entre el disfrute de la dinámica interna del pensamiento y el ritmo del plano”.

No es la forma de montar de Murch el estándar en Hollywood, donde se corta de un plano a otro a mitad del movimiento para dar continuidad a la acción y disimular el cambio de plano. Los cambios de plano de Murch suelen ser al principio del gesto, prefiere iniciar el movimiento en el plano que va a entrar. “Mi obligación es llevar, como si se tratara de un recipiente sagrado, el foco de atención del público y moverlo de formas interesantes por la superficie de la pantalla”. Si montara de manera estándar una escena de amor apasionado, por ejemplo, veríamos “desde fuera” a la pareja haciendo cosas apasionadas. “No hay ejes de cámara que valgan en el amor”, proclama Murch. La pérdida de sentido espacial tiene la ventaja de acercar al espectador a la locura del amor apasionado.

El lector de El arte del montaje encontrará en sus páginas numerosos ejemplos sobre la continuidad y la discontinuidad, el ritmo y la composición, la música y el sonido. Sobre todo el sonido. Murch es un maestro en la utilización del sonido como metáfora y espacio mental, y alguien que procura siempre que “la conmoción del silencio” llene en algún momento la sala donde el público, a su merced, convertido en cómplice de la película, se lo imaginado todo. Empezó como montador de sonido antes de montar imagen por primera vez en La conversación de Coppola, donde el protagonista era un técnico de sonido, y muchos años después tuvo la oportunidad de volver a montar Sed de mal (Touch of Evil) siguiendo las 58 páginas de instrucciones que Orson Welles entregó en su día a Universal, una película cuyo desenlace se basa en la capacidad de sus personajes, y del público, de reconocer un eco equivocado.

lunes, 2 de abril de 2007

DIVERTIMENTOS

Se ha dicho de las últimas películas de Robert Altman y de Lars von Trier que son “divertimentos”. Lo son en buena medida, la de von Trier por lo que tiene de comedia experimental, que esconde incluso un juguetón acertijo en sus imágenes, y la de Altman, sin dejar de ser también una comedia, aún más por su carácter musical, con una puesta en escena que juega con la trama y las canciones al modo de una suite. Desde luego, uno se divierte más con ellas que con Babel, pero no por esta razón hay que despacharlas como películas menores.

Altman tenía una salud muy delicada cuando hizo El último show (A Prairie Home Companion) –hacía tiempo que no le dejaban rodar si no llevaba consigo un director suplente– y sólo puso en marcha su característico estilo para celebrar con un punto de melancolía el humor y una cierta manera de ser propia del Medio Oeste, de donde proceden tanto él como Garrison Keillor, el creador del programa radiofónico en el que se basa la película y guionista de la misma. Lars von Trier ha hecho todo lo contrario en El jefe de todo esto, aparentemente. Se ha inventado un sistema de filmación y grabación de sonido, el "automavision", por el que aplica a las tomas unos parámetros aleatorios a las tomas, para borrar de la película toda huella de “estilo”.


Altman tenía esta vez, su última vez, un lienzo muy pequeño por el que deslizar su cámara, pero la desliza con su destreza habitual y explota con su maestría con la profundidad de la banda sonora. Su estilo saca el mayor rendimiento de un guión del que no se puede decir que sea el mejor que haya manejado, pero donde caben todas sus maneras, hasta la vertiente alegórica de su cine. Tampoco tiene tantos personajes como en sus grandes frescos, pero suficientes para formar una singular familia y plasmar sus emociones con extraordinaria honestidad. Decían de él que era un cineasta demasiado cínico, pero aquí se ve su corazoncito. La película tiene un aire de victoria en la derrota y de final de los días, pero no es testamentaria. Al menos no voluntariamente. Tenía su corazoncito, pero para nada era un sentimental.


Von Trier despliega un ingenio electromecánico para que se ponga en escena un guión entre Ibsen y Brecht sobre la deslocalización de una empresa de tecnología danesa que van a comprar los islandeses. Al principio de la película el propio Von Trier nos pide al que no intentemos ver más allá de lo que se muestra, que sólo es un “divertimento”. ¿Pero qué es lo que vemos? A un presidente que se hizo pasar por empleado y que ahora contrata a un actor en paro para que se haga pasar por él y despida a los seis trabajadores con los que inició su aventura empresarial. Una farsa constantemente desencuadrada en la que nadie quiere asumir su función, un orden desmantelado de la representación, de la responsabilidad y de la moral. Una pura parábola. Puro Lars von Trier, que se reinventa a sí mismo.