viernes, 28 de septiembre de 2007

EN LA CIUDAD DE SILVIA

Todas las películas de José Luis Guerín (Barcelona, 1960), desde el relato iniciático de Los motivos de Berta (1984), son películas sobre el propio cine, sobre cómo filmar o seguir filmando. En Innisfree (1990) rastreó las huellas de la arcadia de John Ford en los lugares donde éste rodó El hombre tranquilo; en Tren de sombras (1996) creó una película dentro de la película como fragmentos de una realidad recobrada; y En construcción (2001) fue la transformación social de una ciudad la metáfora o el pretexto para documentar el propio proceso de filmar la realidad. En En la ciudad de Silvia, el último capítulo, por el momento, de su particular indagación en las razones del cine, Guerin aborda directamente, despojándose de todo accesorio narrativo, el motivo central de la mirada.

Un joven que busca a una mujer que conoció años atrás en la ciudad de Estrasburgo es su argumento mínimo. A Guerín le basta mantenerlo como enunciado, sin desbordarlo, para proponer al espectador un cara a cara con el dispositivo que genera esta búsqueda, con su puesta en imagen (y sonidos). Aquí un leve desplazamiento de la cámara, la mayor o menor coincidencia de dos miradas son matices que abren un mundo. Gravitando sobre el mito renacentista de la mujer intangible, sobre la idea de la mujer que Petrarca inaugura en el Canzoniere, Guerin busca en la revelación del rostro que persigue su protagonista la revelación del propio cine.

Los rostros que el joven esboza en su cuaderno son rostros sin expresión, sólo contornos, sin ojos, ni nariz, ni boca. Cuando busca entre la gente de la ciudad la apariencia de su recuerdo, sólo encuentra ojos que se evitan por pudor, que se encuentran con descaro, o los rasgos endurecidos por el carácter, como si fueran fotogramas de una película perdida. “La ciudad de Silvia”, escribe entonces en su cuaderno, porque su solo nombre lo abarca todo, como la Laura de Petrarca. Nunca la dibujará, aunque se le aparezca, porque no es nadie en concreto. Es el testimonio de todos los nombres perdidos, y el cine sería la forma de explorar esta pérdida, de apoderársela.

Cuando ella por fin aparece, la ciudad cristaliza a su alrededor, como la ciudad que irrumpía ante en los amantes de Amanecer, el clásico mudo de Murnau. Su rostro es la única ciudad posible, su sola apariencia, abierta y atrincherada al tiempo, se convierte en el lugar de todos los afectos. No se trata de lo que hay detrás de la turbación de su rostro, se trata de su mismo aparecer, de su emergencia y disimulación ante el joven que la persigue para confirmar su recuerdo, del inagotable juego de la ausencia, de su silencio y vacío legendarios, donde el cineasta marca las propias huellas de su escritura. El rostro de Pilar López de Ayala, como el de la Juana de Arco de Dreyer, es la pasión del cine, el umbral de su impenetrable belleza.

jueves, 20 de septiembre de 2007

EMILIO RUIZ DEL RÍO, EL ÚLTIMO ARTESANO

Durante este último año Emilio Ruiz del Río me ha enseñado los secretos de su oficio para dejar constancia de ellos en un documental que se titulará El arte invisible de Emilio Ruiz. Mientras comenzaba el montaje del documental, Emilio fallecía el pasado 14 de septiembre en el hospital San Rafael de Madrid, aquejado de una insuficiencia respiratoria provocada por una infección pulmonar. El diario El País, la Cartelera Turia de Valencia y la revista de la Academia de Cine me pidieron unas líneas para glosar su figura. El texto que sigue a continuación rehace y completa todos ellos.


Emilio Ruiz del Río, nacido el 11 abril de 1923 en Madrid, era una leyenda viva del cine. Durante sesenta y cinco años realizó trucos visuales para más de 450 películas con una total entrega y dedicación. Era un perfeccionista que amaba el trabajo bien hecho, con humildad. Cuando el director Robert Siodmak le vio encajar uno de sus trucos en los decorados de La última aventura (Custer of the West, 1967), se rindió ante su arte y como prueba de gratitud le regaló el visor que le había acompañado desde el rodaje de La escalera de caracol (1945). Emilio lo guardó como oro en paño. No se atrevió a utilizarlo nunca, decía, “por respeto”.

Con 84 años, Emilio era el último maestro del trucaje cinematográfico clásico que permanecía en activo. Recorrió con su inventiva el cine religioso e histórico del franquismo, las producciones fugitivas de Hollywood en España, las más heterogéneas coproducciones europeas, el cine de la transición democrática, las superproducciones de De Laurentiis, el cine de género de Juan Piquer y el más reciente cine de autor español y europeo.

Emilio se introdujo en el mundo cine de la mano del director artístico Antonio Simón y del pintor Enrique Salvá. Trabajó en la práctica totalidad de los estudios cinematográficos de Madrid pintando los grandes telones o forillos del cine de la época, hasta que, incitado por el decorador Sigfredo Burman, comenzó a investigar las técnicas de la escenografía pintada en cristal que tan buenos resultados habían reportado a la cinematografía alemana, la referencia de nuestro cine en los primeros años de la posguerra.

A partir de entonces la imaginación de Emilio se disparó y empezó a reinventar las técnicas tradicionales del trucaje cinematográfico: cristales combinados con espejos, maquetas pintadas en chapa de aluminio –invención del propio Emilio– maquetas corpóreas fijas o móviles, trucos de agua con piscina, trucos de fuego, animación de muñecos y todas las combinaciones posibles entre estos efectos. Trabajaba delante del objetivo, a partir de una distancia de dos metros. Con cualquier cosa que pusiera delante lograba engañar al ojo de la cámara.

Emilio Ruiz completó en cristal o maqueta las grandes escenografías del cine histórico de la productora Cifesa, como la torre y el coro de la Iglesia o la ciudad amurallada de Alba de América (1951). En cristal pintó los teatros de Gayarre (1958) y Aquellos tiempos del cuplé (1958), dejando un hueco para que los actores, subidos en un practicable, se asomaran por los palcos. Por estos años Ray Harryhausen, el maestro de la animación stop-motion, le llamó para algunas de sus producciones que se rodaban en España, como Simbad y la princesa y Los viajes de Gulliver (1959).

Colgadas en bandera o disimulando sus soportes para poder hacer panorámicas desde el centro óptico de la cámara, las maquetas de Emilio Ruiz eran una garantía para satisfacer un gran repertorio de exigencias visuales. El productor Italo Zingarelli vio el potencial de su trabajo y se lo llevó al cine italiano, aunque gran parte de los ocho años que estuvo contratado por Film Columbus los pasó en España cedido por la productora para participar en las películas que empezaban a rodarse aquí por las compañías americanas e inglesas: Espartaco (1960) Rey de reyes (1961), 55 días en Pekín (1963), Cleopatra (1963), El fabuloso mundo del circo (1964), La caída del imperio romano (1964) y un largo etcétera.

Suyas son las ciudades de El Cid (1961) o Lawrence de Arabia (1962) y muchos trampantojos que, por su realismo inigualable, fueron bautizados como “emilios”. Cuando ya era una celebridad por sus trucajes, seguían recurriendo a él como pintor para los retos mayores, como la perspectiva pintada del Kremlin al final de la calle de Moscú construida en el barrio madrileño de Canillas para Doctor Zhivago (1965) o los frescos pompeyanos de Golfus de Roma (1966).

Trabajó en grandes producciones, pero su escuela fueron producciones más bien modestas, en las que suplía la falta de medios con el ingenio. Esa fue siempre su forma de pensar y trabajar, y disfrutaba con ello, buscando una solución distinta para cada caso, sobre todo en los peplums como Los últimos días de Pompeya (1959), Las legiones de Cleopatra (1959) (1959), Las amazonas de Roma (1961) o Los siete espartanos (1962), donde además de completar decorados con sus cristales y chapas tuvo que mover legiones de muñequitos.

En El largo día del águila (1969) el bombardeo nazi sobre Inglaterra lo resolvió con una vista aérea de la ciudad pintada sobre papel, agujereado para simular con luces y humo la destrucción de las bombas. Y en el spaghetti-western Los locos del oro negro (1976), donde sólo había una torre de petróleo, llenó el paisaje de torres que humeaban. Emilio defendía el rodaje directo, sin fiar nada a la posproducción, y prefería rodar al aire libre, para fundir sus cristales y maquetas en mares, desiertos o montañas reales y así “reducir la mentira cinematográfica a la mínima expresión”, como le gustaba decir.

El descarrilamiento de la maqueta móvil del tren en Aquel maldito tren blindado (1978) y la explosión de la estación, una maqueta corpórea que ocultaba la estación real, acreditan el realismo y la espectacularidad de sus resultados. En esta película, donde apenas había un avión que volara, pintó una flota entera en el aeropuerto y luego los hizo volar, deslizando el cristal donde los había pintado.

Aprovechó las murallas de la Alcazaba de Almería para hacer el plano general de la ciudad de Conan, el bárbaro (1982), construida en maqueta corpórea y situada en primer término con su torre y su palacio. Para la maqueta de la fortificación de Dune (1984) aprovechó la escalinata y la puerta del parking del estadio de fútbol Azteca, en México DF. Un modesto aeródromo en Checoslovaquia se transformó con su arte en el aeropuerto de Berlín de La niña de tus ojos (1988).

Tal era la veracidad de sus trucajes que la mayoría de los documentales sobre el final del franquismo incluyen su recreación del atentado contra Carrero Blanco para Operación Ogro (1979). Para conseguir la impresión de realismo Emilio iba más allá de la realidad. Hacía “planos imposibles”, como el de Luz de domingo (2007), donde situó la estatua de la libertad y el puente de Brooklyn, ambos en maqueta corpórea, delante del skyline de Nueva York, pintado en chapa de aluminio y encajado en pleno puerto de Gijón. Puro cine.

Para De Laurentiis creó algunos de sus mejores trucos: las naves y ejércitos de Dune (1984), las fortificaciones y esculturas de Conan, el destructor (1984), el castillo y la escultura de la escuela de lucha de Red Sonja (1985), las maquetas del edificio y vistas de la ciudad de Los ojos del gato (1985), el puente levadizo de La rebelión de las máquinas (1986) y los barcos y maquetas de la ciudad de Cantón de Tai-Pan (1986). El productor italiano intentó retenerle en los estudios que había construido en Wilmington, pero Emilio quería estar con su familia y volvió definitivamente a España.

Siguió trabajando para producciones foráneas, como La Revolución Francesa (1989), donde recreó la Place de la Concorde y rellenó con muñecos y maniquíes la figuración que hacía de muchedumbre ante la guillotina. Aquí pudo reutilizar por primera vez sus maquetas, colgadas en primer término para completar las bases de los edificios que habían sido construidos en decorado, para conseguir con las mismas varios planos generales. Emilio estaba gozando de su virtuosismo, como lo prueban por esta época sus complejos trucos de agua para El puente de San Luis Rey (2004).

En el cine español de las últimas décadas Emilio hizo trucajes magníficos, destacando el citado aeropuerto de Berlín, el campo de concentración y los estudios UFA de La niña de tus ojos (1988), el París de La buena vida (1996), los trucos con piscina de El embrujo de Shangai (2002), el poblado de Guerreros (2002), el barco amarrado en el puerto de Barcelona de Soldados de Salamina (2003) y la ciudad de piedra de El laberinto del fauno (2006), entre otras muchas creaciones.

Emilio hizo valer las técnicas tradicionales del trucaje cinematográfico hasta ayer mismo –aún han de estrenarse Luz de domingo y Las mujeres del anarquista con sus últimos trabajos. Sus trucos, tan antiguos como el propio cine, aún resolvían con gran realismo toda clase de necesidades visuales. Pero su vasta experiencia y su riguroso conocimiento de disciplinas tan diversas como el dibujo, la perspectiva, la escala, el color, la escultura, la iluminación, los decorados y la fotografía, ya no estaba al alcance de cualquiera. Emilio soportaba sobre su persona todo su legado, él solo representaba el final de la artesanía cinematográfica en la época de la tecnología digital. Con él desaparece una forma de hacer y entender el cine.

Acompañarle durante este último año y ver el amor que ponía en su trabajo ha sido para mí una enseñanza inolvidable y un privilegio del que siempre le estaré agradecido. Hasta siempre, maestro.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

EL ROMANCE DE ASTREA Y CELDÓN

Nos llega el estreno de El romance de Astrea y Celadón, la nueva película de Eric Rohmer (Nancy, 1920), una adaptación de la novela-río de género pastoril L'Astrée, de Honoré d'Urfé, considerada el mayor legado de la literatura francesa del siglo XVII. A partir de una peripecia de la obra –la novela, publicada entre 1607 y 1629, tiene más de 5.000 páginas– Rohmer recrea los amores entre dos pastores en el mundo de ninfas, druidas y religión sincrética que idealizara d'Urfé, un autor de educación jesuita, alineado con la Liga Católica y la Contrarreforma.

Como en sus otras películas históricas –La marquesa de O, Perceval le Gallois, La inglesa y el duque y Triple Agente– Rohmer no viste el pasado con maneras contemporáneas, sino que se atiene a la historicidad del relato que adapta, que en esta ocasión le brinda uno de sus temas recurrentes: la fidelidad amorosa. El cine es su único vehículo contemporáneo, lo que hace que la película sea, en palabras de Rohmer, “una verdadera resurrección, un auténtico viaje en el tiempo”.

A su habitual economía de medios se suma esta vez un formato de pantalla cuadrada, la pantalla del cine clásico, que es hacia donde siempre ha tendido Rohmer. Rodada en película de 16 mm. y transferida a vídeo para respetar este formato en el tiraje de las copias de exhibición en 35 mm., la imagen adquiere así una suavidad pictórica que realza el protagonismo del paisaje de la época, el bosque de robles con su caudaloso río, fotografiado con su luz natural y con sus sonidos registrados en directo.


Con su ajustada composición de los encuadres Rohmer logra una vez más visualizar magistralmente el diálogo y, junto a la extraordinaria sencillez de las panorámicas, configurar el espacio y el tiempo de los personajes y su historia, la objetividad de su experiencia, el realismo incuestionable de la representación que confiere a sus películas su particular verdad y belleza y permite, a través de su transparencia, la reflexión sobre la temporalidad y la significación de los hechos narrados.


Es esta insólita transparencia la que se juega precisamente cuando Celadón ha de disfrazarse de mujer para acercarse a Astrea, porque el juramento impuesto por los celos de ella le impide aparecer ante los ojos de su amada. No mostrándose directamente Celadón, cuya alma cree Astrea que vaga por las riberas del río donde intentó ahogarse, anuncia su amor, y Astrea, no viéndole, ve el sentido que vacía la presencia y se ausenta de ella o en ella, el amor fiel que se le aparece como resucitado.
(¿No es esta dialéctica entre mostrar y desvelar el propio cine de Rohmer?)

Para Rohmer el amor remite antes que nada a la fidelidad. Su concepto de fidelidad amorosa es por entero cristiano, fidelidad que se remite a la palabra que dice “te amo”, o incluso que no lo dice, igual que la fe se remite a la palabra de Dios. Somos “una cultura de la fidelidad pura”, coincidiría con Jean-Luc Nancy, “fieles al sentido, al gesto mismo de la fidelidad”. Frente a la inconstancia y la pasión que representa el bardo, Rohmer reivindica con sus pastores enamorados la fidelidad y la razón, pero una fidelidad también apasionada, antipuritana y plena de erotismo.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

NATURALEZA MUERTA

Mientras tiene lugar la Mostra de Venecia, se estrena entre nosotros Naturaleza muerta, premiada con el León de Oro en la pasada edición del festival italiano. Más vale tarde que nunca. Su director, Jia Zhang-ke, es una de las voces más originales de la llamada Sexta Generación del cine chino. En los últimos años, mientras los cineastas emblemáticos de la Quinta Generación, Chen Kaige y Zhang Yimou, se enredaban en producciones espectaculares, Jia Zhang-ke ha estado rodando sigilosamente, sorteando la censura de su país, una serie de películas independientes de una desconcertante belleza.

Naturaleza muerta
narra dos historias paralelas en el marco del mayor proyecto hidroeléctrico del mundo, la presa de las Tres Gargantas del río Yangtsé. Allí llegamos de la mano de un hombre maduro que intenta recuperar a su esposa y de una mujer joven que afronta la separación definitiva de su pareja. Sobre la milenaria ciudad de Fengjie, ya sumergida bajo el agua, entre demoliciones, realojamientos y contaminación, mientras cambia el legendario paisaje y progresa la línea de almacenamiento del embalse, los personajes y sus historias emergen como un soplo de vida que resiste sin consuelo.


La poética de Naturaleza muerta nace de la voluntad de documentar la realidad, de donde surge la ficción como un epifenómeno, para aprehender la relación entre ésta y unos personajes que constituyen sus líneas de fuga. Desde la sobriedad de la puesta en escena, Jia Zhang-ke estructura su película a partir de unos títulos –“Cigarrillos”, “Alcohol”, “Caramelos”– que nombran los motivos que sirven a los personajes para comunicarse entre ellos, donde se cifra la posibilidad de su felicidad. Son motivos nimios, como los que componen las “naturalezas muertas” que retrata su cámara, objetos que pueblan la vida cotidiana, símbolos de la fragilidad de la vida, de su tránsito y disolución.


Los movimientos de cámara, como la extraordinaria espiral que inaugura la película, merodean por momentos entre personajes y paisaje, dislocando acción y observación en el dibujo de un tiempo extático que es el tiempo de la existencia, de la mera vida abandonada. La imagen, entre el naturalismo y el hiperrealismo, a veces provoca una sensación de irrealidad, potenciada por un elaborado universo sonoro cercano a la “música concreta”, que se evidencia con unos efectos digitales que hacen que una ruina despegue como un cohete o un ovni cruce el cielo sobre el Yangtsé.


Dentro de esa irrealidad, Jia Zhang-ke coreografía los movimientos de unos obreros ocupados en destruir una fábrica a la manera de los obreros de Metrópolis (1926) que ponían en funcionamiento la máquina-rejoj. Si el clásico de Fritz Lang, realizado en los albores del nazismo, escenificaba en su final una comunidad integradora como instancia de superación de la lucha de clases, Naturaleza muerta, tras el eclipse de las configuraciones históricas tradicionales, nos muestra que hasta las comunidades o los pueblos mismos están destinados a desaparecer con su legado en nombre del triunfo de la economía. Ya no hay tarea histórica que realizar, sino la exclusión y administración de la vida a cambio de una energía eléctrica de unos 84.000 millones de kWh al año. El testimonio de las Tres Gargantas queda –tremenda ironía– en el reverso de los billetes de banco que preside el rostro de Mao.


La imagen de la China del siglo XXI que ofrece Naturaleza muerta está muy lejos de ser triunfalista: impacto medioambiental y realojo de millones de personas, colapso burocrático y corrupción, trabajo esclavo y prostitución... Las autoridades chinas la califican de “deprimente”, pero no está en el ánimo de Jia Zhang-ke deprimir a nadie, ni complacer con la denuncia de unas situaciones que, por otra parte, para nada nos son ajenas. La sinceridad de la emoción no está libre de facilidades y falsificaciones, por ello se guarda de ser sentimental con una contención asombrosa.


No es tiempo de lamentos, parece decirnos, lo que no es óbice para que nos embargue una profunda melancolía, con su pronunciada inclinación al eros. El humor melancólico, atalaya privilegiada para contemplar el paso del tiempo, es una herramienta cultural de resistencia, como diría Walter Benjamin: sólo para quien ya no tiene esperanza ha sido dada la esperanza. De su “pintura de paisaje”, cuya traducción literal en chino es montaña y agua, destaca el exponerse de la vida, su amor difuso y vacío, dispuesto a colmarse.

martes, 4 de septiembre de 2007

DAVID CONTRA GOLIAT

David Trueba escribe hoy en El País un elocuente artículo bajo el título de Esa cosa llamada "cine español" que paso a reproducir a continuación:

A cualquier persona con dos dedos de frente nada le producirá más pereza que decir lo que es obvio. Y, sin embargo, mucho me temo que a veces es imprescindible hacerlo. En estos días se debate otra Ley de Cine, y se va a hacer bajo uno de los climas más hostiles que se recuerdan contra esa cosa llamada "cine español". Alguien me decía hace poco que cómo era posible que frente a la animadversión brutal a la que está sometido el cine hecho en España ninguno de sus profesionales levantara la voz para defenderse. Bueno, hay una razón evidente: ningún cineasta español está dispuesto a defender todo el cine español. Es más, a cualquiera de ellos una gran parte de la cosecha anual de películas le parece mediocre. Sería algo tan absurdo como que un pintor contemporáneo tuviera que defender toda la pintura contemporánea, o un periodista español toda la prensa española. Y hay que sumarle otro factor: el miedo. Los mayores ataques contra el cine vienen de grandes grupos mediáticos, empresariales, salas de exhibición, y enfrentarse a ellos puede dejar a un cineasta no sólo en paro, sino en una insoportable soledad. Nadie puede culpar a la gente por correr a guarecerse con la que está cayendo. Quizá porque llevo año y medio dedicado a terminar una novela, escribo esto con la distancia que me da no sentirme alguien del cine, al menos hoy.

Milos Forman dijo que las películas malas son el abono que permite nacer a las buenas. En ningún país del mundo se ha logrado evitar que un porcentaje elevado de sus películas sean fallidas. Si hubiera una fórmula para lograr el acierto artístico, estoy seguro de que alguien ya la habría patentado. Exigirle al cine español que no haga películas malas es como exigir a los hospitales que no haya muertos. El hecho de que buena parte de las películas estén amparadas por una ayuda pública que compense su difícil rentabilidad crea una comprensible incomodidad social. Pero en un país donde fundaciones, partidos políticos y empresas reciben ayudas millonarias, donde los medios de comunicación obtienen una fuerte inyección de dinero procedente de la publicidad institucional, parece algo triste que sea el teatro, la danza o el cine los únicos que tengan que avergonzarse del amparo estatal. Lo razonable sería que si Delphi o Samsung reciben subvenciones a cambio de generar puestos de trabajo en nuestro país, también se considerase como fuente de riqueza el vigor de la industria audiovisual.

Pero qué profunda pereza hablar de subvenciones. El ideal es suprimirlas, y para ello lo decente sería reformar el mercado hasta conseguir la igualdad de oportunidades. Menos paternalismo y más arrojo para llegar al origen del agravio. Somos el país del mundo que proporcionalmente más dinero entrega a la industria norteamericana, así que no es fácil que suelten el mordisco, sino que más bien la tendencia sea a comernos del todo. Lo natural sería preguntarse por qué están llenas nuestras escuelas, cursos y cursillos de jóvenes que aspiran a trabajar un día en esa cosa llamada "cine español" si es algo que no tiene derecho a existir. No sean idiotas, papás y mamás, que no les sigan sacando la pasta. Obliguen a sus chicos a buscarse otra vocación. No lo duden, montar un macroburdel es en nuestro país muchísimo más rentable, y sin embargo no hay 10.000 alumnos peleándose por acceder a algún máster que aleccione sobre tan antiguo oficio.

Pero donde decir lo obvio se hace más necesario llega ahora. ¿Es malo el "cine español"? Los historiadores consideran que el único momento de idilio entre la sociedad española y su cine se produce en los años de la Segunda República. Quizá el esfuerzo de entonces por dignificar la cultura popular no haya sido nunca superado. Hace 30 años comenzamos una transición política y económica, pero me temo que la educación y la cultura no eran negocio. Si algo caracteriza a obras maestras del cine español como El verdugo, Surcos, El pisito, Del rosa al amarillo, Viridiana, El extraño viaje, La tía Tula o Canciones para después de una guerra es que están hechas con precariedad de medios, ante la indiferencia de la población, con el desprecio de la élite y al margen de la estructura de explotación más poderosa. ¿Por qué ahora habría de ser diferente?

Una gran parte de la ofensiva contra esa cosa llamada "cine español" nace de su presencia en primera línea de protesta contra la invasión de Irak. No fue debido a una valentía particular. Una sociedad mayoritariamente sublevada contra una decisión del poder necesita de aquellos elementos con relevancia mediática para expandir su disgusto. Y ahí termina, porque sería penoso arrogarse una superioridad moral permanente o utilizar esa relevancia para capitanear toda causa, desde la razonable a la descabellada.

Pero hay una independencia del cine más molesta aún que esa no tolerada impertinencia política: es la independencia económica. Se ha hablado mucho de la figura del productor independiente. Se ha dicho que los productores españoles son la hez de la tierra. Puede ser. Tampoco sería novedoso que un productor fuera un empresario que quisiera enriquecerse por todos los medios. Lo raro es que un año nominaran a un productor de cine al Premio Nobel de la Paz. Ser productor independiente significa sencillamente estar al margen de las cuatro o cinco empresas que dominan toda la producción audiovisual del país, es decir, las que disfrutan de las concesiones televisivas, curiosamente también dueñas de los periódicos y radios, y quizá por ahí venga alguna razón que explique la unanimidad en los ataques a esa cosa llamada "cine español". Sería mucho mejor para estas empresas, y esto creo que lo van a entender ustedes, que gente como Almodóvar, Amenábar, Álex de la Iglesia, Fernando León, José Luis Cuerda, Jaime Rosales, Javier Fesser o Isabel Coixet fueran empleados suyos y no firmas independientes capaces de producir su propia película y a veces la de un joven debutante. Ésa es la verdadera independencia que se ataca, que hay que destrozar. La excusa política es momentánea, pasará. Pero la batalla económica, ésa no termina nunca.

Podemos seguir repitiendo obviedades hasta el día del juicio final, juicio que espero que sea más justo que el que en cada titular de periódico, comentario y tertulia recibe esa cosa llamada "cine español". ¿Es razonable el escarnio? Hombre, muchas películas lo merecen. Pero hay que juzgar las películas, no el cine. Cuando en un edificio se detiene a un criminal no se encarcela a todos los vecinos. Llama la atención que el lugar del mundo donde actores consolidados en el mercado internacional como Victoria Abril, Antonio Banderas, Penélope Cruz o Javier Bardem tengan que enfrentarse a más prejuicios y despelleje sea precisamente el país donde han nacido. También es digno de estudio, y no de encuesta en la calle, sino de análisis psiquiátrico, que esa cosa llamada "cine español" haya recibido en los últimos años cascadas de vituperios cuando ninguna cinematografía no angloparlante ha colocado más películas y profesionales, incluidos cortos y un documental, en la carrera por los Oscar, por citar sólo un premio que a todo el mundo le pone muy cachondo. Pero se me olvidaba: cualquier acierto o éxito de esa cosa llamada "cine español" es siempre tratado como una excepción. Por eso, el único elogio que se hace a una película española es: "No parece española".

Es difícil luchar contra los mitos. Sólo se puede invitar a la gente a mirar de frente. La industria del cine produce demasiado dinero y demasiada influencia como para renunciar a ella. Es imprescindible revisar el sistema para evitar el fraude, como en otros campos, pero sabiendo que nunca evitaremos los errores artísticos. No se trata de defender las malas películas, sino las buenas. Las que no pueden competir, las maltratadas y las que logran sobrevivir bajo las estrellas y años después son nuestro orgullo. Los futuros cineastas españoles van a ser mucho mejores que la mayoría de los actuales, pero sólo si les dejan explotar su vocación con libertad e independencia, aunque paguen con precariedad, inseguridad laboral y desprecio generalizado su atrevimiento. El que quiera un trabajo más cómodo, que se busque otra cosa.

Y pese a los insultos que nos dediquen en las tertulias del día, es de ley que defendamos con la cabeza bien alta, por ejemplo, que una actriz maravillosa como Marian Álvarez haya recibido el premio de interpretación en el Festival de Locarno, pese a que pocos lleguen a enterarse y, lo que es peor, a ver su película, abducidos por ese lugar común, esa bofetada sin riesgo de devolución y esa satisfacción despreciativa de los opinadores cada vez que insisten, regocijados en su superioridad, en la absoluta basura que es esa cosa llamada "cine español".