jueves, 31 de julio de 2008

BERLIN ALEXANDERPLATZ

Aunque Rainer Werner Fassbinder sólo hubiese realizado Berlin Alexanderplatz bastaría para situarlo en el panteón del cine, escribió el crítico Andrew Sarris. Entre 1979 y 1980 el director alemán estuvo encerrado en los estudios Bavaria Films para dar a luz su monumental adaptación de la novela homónima de Alfred Döblin, quince horas y media de película, dividida en trece episodios y un epílogo, dedicadas a reconstruir la vida interior y exterior de un hombre corriente, Franz Biberkopf, ex asesino, ladrón y chulo, en el agitado Berlín de la República de Weimar de finales de los años veinte del siglo pasado.

Fassbinder volcó su visión pesimista sobre la relación entre el hombre y la sociedad en esta monumental película presentada como serie de televisión. Antes de emprenderla, algunos de los personajes de sus películas ya habían adoptado el apellido del anti héroe de la novela de Döblin, “Biberkopf”. La lectura de la novela, obra maestra de la literatura de vanguardia alemana, había sido crucial en la formación intelectual del director. “Me ayudó a evitar vivir una vida de segunda mano”, declararía.

No sólo el microcosmos social y humano del barrio obrero de Alexanderplatz, con un protagonista urbano insólito en la literatura de la época, también los recursos narrativos y estilísticos de la novela, con su discotinuidad cronológica, sus monólogos interiores y el uso de canciones, noticias de periódicos y transcripciones de sonidos a modo collage intertextual, adquirieron a través del ojo innovador de Fassbinder una forma cinematográfica deslumbrante.

Fassbinder reinterpretó las formas del cine de la época de la novela, desde el expresionismo y el Kammerspiel hasta el melodrama estilizado de Sternberg –cuya luz particular recreó con el director de fotografía Xaver Schwarzenberger–, desde su particular praxis fílmica: antinaturalista, distanciada según las enseñanzas de Brecht, en los límites de la teatralidad, y con una sensibilidad moderna que abarca tanto el camp como el kitch. Fassbinder rechazaba la primera adaptación cinematográfica de la novela, realizada por Phil Jutzi en 1931, apenas tres años después de su publicación, porque sólo había extraído de ella un esqueleto argumental para un relato lineal de cine social.

Para el director alemán, las relaciones entre cine y literatura debían ser enriquecedoras, y no lastrarse mutuamente. La novela ya era puro cine tal y como la escribió Döblin, sostenía Fassbinder. ¡Pero qué cine! Hay que ver la fiesta de la puesta en escena de Berlín Alexanderplatz, ahora que se encuentra en DVD, para saber del cine del que estamos hablando. Porque parece mentira que, en los años transcurridos desde entonces, el cine se haya empobrecido tanto formalmente. ¿Quién haría hoy una película así? ¿Qué televisión la produciría?

El riguroso cuidado formal de esta obra desdice la fama de director descuidado que aún se le atribuye a Fassbinder. Es verdad que hizo películas con una urgencia vital fuera de lo común, con rodajes rápidos en los que a veces él mismo se ocupaba de la iluminación –tiene en su haber más películas que años de vida, tal y como se lo propuso. Pero incluso en éstas su mirada tiene siempre el mismo rigor. Los medios técnicos de que dispuso en Berlín Alexanderplatz y la libertad expresiva con que los manejó hacen de ella el más rico compendio de su cine, su película más ambiciosa, su obra maestra.

sábado, 19 de julio de 2008

EDWARD YANG

Uno de los encuentros más felices de los últimos tiempos, para mí, ha sido el cine del director taiwanés Edward Yang. Sólo conocía su última película, Yi Yi, que le valió el premio al mejor director en el Festival de Cine de Cannes de 2000, la única de las suyas que se ha estrenado entre nosotros. La presentación de su cine ha venido esta vez de la mano de la Filmoteca –en DVD sólo se encuentra la citada película.

Yang pasó los últimos años de su vida los pasó luchando contra un cáncer que finalmente acabó con él, a los 59 años. Era el menos exótico de los cineastas chinos, lo que le restó la atención que merecía en Occidente. En su obra, emparentada con Ozu, Renoir y John Ford, retrata la vida moderna en Taiwán, sus transformaciones íntimas y cotidianas, sin descuidar nunca el trasfondo histórico, social y político. “La simplicidad es lo que se sitúa en la base de todo y las complicaciones están encima", solía decir Yang.

En películas como Historia de Taipei (1985) y Un día de verano (1991) plasma la cultura híbrida de influencias chinas, japonesas y occidentales, los cambios sociales y urbanos, la evolución del capitalismo y el declive de los valores tradicionales en la sociedad de Taipei. En la segunda de ellas, ambientada en los años sesenta, mezcla sucesos reales con recuerdos autobiográficos es un fresco elegíaco sobre la escindida identidad taiwanesa. Es su obra maestra.

En Un día de verano despliega su deslumbrante narrativa “tolstoiana” desde una puesta en escena llena de inventiva, que hace de cada secuencia una película en sí misma. El suyo es un realismo estilizado, autorreflexivo, que revela la fascinación de Yang el manga. “Imaginad un Rebelde sin causa que termine con James Dean asesinando a Natalie Wood y después llorando su pérdida y tendréis la medida de la trágica y lírica desesperación que subyace bajo la mirada de Yang”, escribió a propósito de la película el prestigioso crítico Jonathan Rosenbaum.

“El cine es una mezcla de cosas tristes y alegres, como la vida. Por eso nos gusta el cine”, dice uno de los personajes de Yi Yi. Así es el cine de Yang, esa mezcla de cosas sencillas que hacen la complejidad de la vida. Después de ver sus películas, uno se atrevería a exclamar “¡no se puede vivir sin Yang!”, como decía Gianni Amico de Rossellini en Antes de la revolución de Bertolucci. Pero el descubrimiento tardío de sus películas nos vacuna contra cualquier intento de mitificar el cine. Uno se contentaría con que circulara pronto en DVD o por La Red, discretamente, como la vida.

lunes, 7 de julio de 2008

LA ESTRELLA AUSENTE


Ante la salida en DVD de La estrella ausente, quería llamar la atención sobre esta excelente película, que pasó desapercibida cuando su estreno entre nosotros, y sobre su director, Gianni Amelio, una de los directores más importantes del cine italiano de las últimas décadas.

Gianni Amelio pertenece a la última generación de espectadores que veía el cine sin asomarse a la televisión. “Quien no ha vivido antes de la televisión no sabe qué es la belleza del cine”, suele repetir, parafraseando la cita de Tayllerand que utiliza Bertolucci en Prima della rivoluzione. Entre su generación y la inmediatamente anterior, la de Bertolucci y Bellocchio, se produjo un salto exagerado. Los primeros debutaron como directores en el cine muy jóvenes, mientras que los siguientes empezaron, ya no tan jóvenes, en la televisión.

Amelio se encontró haciendo una especie de cine anfibio, que no era exactamente televisión, pero tampoco cine. Aunque ya había trabajado en el cine, obligado a recorrer el escalafón de la industria –proviene del humilde Sur de Italia, sin los recursos de una familia adinerada–, cuando empieza a dirigir tiene que enfrentarse a un cambio de ciclo: la televisión ha asumido un poder tan enrome que está replanteando el cine como espectáculo. Como cultura popular el cine es cada vez menos importante, se reduce a las grandes ciudades y se empequeñece por la televisión.

Por más de diez años no surgirá ninguna voz original en el cine italiano, sumido en el desconcierto, con la sola excepción de la Gianni Amelio. Y aunque su debut en la pantalla grande data de 1982 (Golpear al corazón), aún tendrá que hacer una par de películas anfibias antes de afirmarse plenamente como cineasta en los años noventa, a partir de Puertas abiertas (1990). Mientras Nanni Moretti emprendía su pequeña revolución en Super 8mm –como Almodóvar en España, también desde fuera de la industria–, Amelio partía de la última gran tradición del cine italiano, el neorrealismo y su fuerte vocación ética, para seguir explorando el camino abierto por sus maestros más innovadores: sobre todo Rossellini, pero también el Visconti de Rocco y sus hermanos e incluso el Antonioni de La aventura.

Gianni Amelio arranca La estrella ausente (La stella che non c’è, 2006) de la última página de La dismissione, la novela de Ermanno Rea que relata el desconcierto vivido por los napolitanos a consecuencia del cierre en 1989 de una empresa siderúrgica cuyos altos hornos fueron adquiridos por China. A Amelio se le ocurrió que la centralita hidráulica tenía un defecto que podía provocar graves accidentes, como ya habían ocurrido anteriormente, y que había un hombre, Vincenzo Buonavolontà, encargado del mantenimiento de las máquinas, uno de los trece mil trabajadores que perdían su empleo, que no iba a cejar hasta solucionar el problema.

Como en otras películas de Amelio (El ladrón de niños / Ladro di bambini, 1992; Lamerica, 1998; Las llaves de casa, 2004), La estrella ausente toma la forma de un viaje, el que emprende a China un hombre italiano de “buena voluntad”, ejemplo de una dignidad profesional extinguida, para entregar la centralita modificada a los nuevos propietarios del alto horno y evitar así posibles accidentes mortales. Un viaje que no sólo es un periplo geográfico a través de un país desconocido, siguiendo el curso del río Yangtsé, de Shanghai a Wuhan y Chongqing, sino también un viaje interior, al corazón de uno mismo, que le lleva a tomar conciencia de su propio malestar.

Con un guión “invisible”, la película parece construirse ante nuestros ojos, como si nada estuviera preestablecido. Su cámara se abre a una realidad en constante transformación: canteras a cielo abierto, zonas rurales sumergidas por el agua de la mayor presa del mundo, ciudades que crecen de la noche al día... La narración se disuelve para dar paso a la verdad documental, una verdad doble, la de un país cambiante, lleno de contrastes, y la de un personaje herido, preso de la urgencia y el desconcierto.

La estrella ausente viene a ser el reverso de Lamerica, en donde un hombre de negocios corrupto, que viaja al saqueo de Albania, acaba confundido entre los miles de inmigrantes albaneses que llegan en barco a las costas del Sur de Italia, un peregrinaje que le devuelve su propio pasado de miseria y emigración. La otra cara es el itinerario de Vincenzo en busca del orgullo perdido de la cultura obrera, de pronto sacudido por los estragos que el capitalismo global causa en el gran país “comunista” que, a expensas de la libertad, ha convertido el desarrollo en un fin en sí mismo.

Son dos películas complementarias, que tratan de hacer balance y arreglar cuentas comprimiendo en el presente una mirada que abarca tanto el pasado como el porvenir. La primera nos traslada al punto cero que haría posible una regeneración, la segunda señala el comienzo de un trabajo de reevaluación y reconstrucción, sobre los escombros de las pasadas derrotas políticas, de unos valores de compromiso personal con la comunidad que nos une, o a la cual, sobre todo, estamos arrojados. En este sentido, la segunda es la película de Amelio que más le implica personalmente, pues habla también, a través del trabajador que encarna Sergio Castellito, de su propia responsabilidad como cineasta.

Para Amelio como para Rossellini –el padre del cine moderno, cuyo influjo el director alimenta y renueva incesantemente– el cine no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para explorar los problemas de su época, una herramienta que hay que emplear con solvencia para buscar detrás de las apariencias y entrever lo que se avecina. Quedan muy pocos cineasta que tengan esta percepción ética del cine. Amelio, eslabón perdido del cine italiano, es sin duda uno de ellos, y quizá el más exigente de todos. Esta vez es imposible no verle tras la integridad algo enajenada del trabajador que protagoniza su película, tratando a toda costa de ser coherente consigo mismo.


Vincenzo aparece como una figura huérfana tras el fracaso de la última gran tarea histórica colectiva, el comunismo, cuya esperanza emancipadora él abrazó en su día. De repente anda perdido, desafiado por la despolitización de las sociedades humanas que impone el gobierno incondicionado de la economía. ¿Puede haber una obra y una actividad para el obrero y no haberla en cambio para el hombre? ¿Será la tarea futura el férreo control biopolítico, cuyas devastadoras consecuencias ve en su compañera de viaje, la joven china que se le ofrece como guía, repudiada por su país y sus padres por ser madre soltera, cuyo hijo ni siquiera sabe de su existencia?

A pesar de todo, Amelio aún cree en aquel adagio de Marx que dice que la historia tiene un curso precisamente para que la humanidad pueda separarse serenamente de su pasado. La película sugiere que hay que deshacer el riguroso acento sobre el trabajo y la producción para enfrentarse definitivamente a esa especie de figura poshistórica en la que nos hemos convertido ante la ausencia de una obra realmente humana. La mirada de Vincenzo, al final de la película, es la mirada que se lanza sobre el pasado para cumplirlo, para asumir su final y así poder redimirlo.

La atmósfera de “regreso al futuro” que envuelve la película podría dar la idea de un tiempo eternamente presente y por tanto, como sostenía el poeta, irredimible, sin esperanza. Pero esta impresión pertenece a un orden de realidad estético, propio de la película. Amelio utiliza la figura del viaje, que lo es en el espacio, instalándole en una especie de autoexilio que le permite ver mejor a Italia y los italianos, y lo es también en el tiempo, como alegoría de una memoria contravenida, para dar a su cine toda la fuerza de su movimiento, que es dialéctico además de ético.

Todo el movimiento de la película consiste en este desplazamiento, entre el pasado y el futuro, lo nuevo y lo viejo, entre lo que vemos y le vemos mirar al personaje, entre su mirada y la nuestra. Su cámara se mueve de manera insospechada de lo grande a lo pequeño, sorteando obstáculos, descubriendo lo que sucede a su paso, llevando la mirada, como le gusta decir al director, a “su consecuencia natural”. Una contemplación viviente, podría decirse, capaz no sólo de transformar a los personajes, sino también al cineasta y a los espectadores.

Al final del viaje, tras toparse con un solo trabajador que sabe valorar la pieza que le ha llevado hasta allí, Vincenzo toma conciencia de su propio desasosiego y no puede más que llorar. Resulta conmovedor, después de su peripecia por el vasto país, sin que el personaje sepa que su pieza ha acabado tirada en los residuos, ver a Sergio Castellito romper a llorar. Son lágrimas que colman su impotencia para expresar que lo único que puede aferrar y transmitir finalmente no es otra cosa que el olvido. No ha sido tanto un viaje a la búsqueda de la cosas perdidas, como al encuentro con la pérdida de las cosas. Por ello llora, porque ya no hay ninguna vocación ni identidad que puedan consolarle, y por fin se abre a una ternura sin reservas.