jueves, 27 de diciembre de 2007

GRACQ, DELVAUX


Julien Gracq, el autor de El mar de las Sirtes, falleció el pasado domingo 23 de diciembre a los 97 años en Angers, en el oeste de Francia. Su obra literaria, inspirada en el romanticismo alemán, y su carácter discreto, ajeno a toda clase de oropeles, le hacían parecer un vestigio de otra época. Los franceses lo consideraban el último de sus clásicos. Sin embargo la veta fantástica y surrealista que atraviesa su obra y la contundencia con que expresó sus ideas en el ensayo La Littèrature à l’estomac nos hablan de un autor de nuestro tiempo, un moderno antiburgués y libertario.

Rechazó el premio Gouncourt y se negó a formar parte de la Academia Francesa por considerarlo un “abuso de poder”. Apenas concedió entrevistas y rehusó aparecer en la televisión, porque todo lo que tenía que decir lo dijo literariamente y está en sus libros. Permaneció fiel a su editor y librero José Corti y se jubiló en 1970 como profesor de Historia gracias a una plaza que conservaba desde 1947. Se situó voluntariamente en los márgenes del mundo literario, preservando el misterio de su obra y su compromiso con la literatura. Fue un marginal aristocrático, como muchos de sus personajes, autor de culto y referencia silenciosa.

El cine encontró en Le roi Cophetua, uno de los tres relatos contenidos en su libro La presqu'île, uno de sus más sutiles acercamientos a la literatura, de la mano de André Delvaux en Cita en Bray (1971). Delvaux también era un rara avis. Tenía 40 años cuando debutó en el cine con un pasado de profesor universitario de lingüística y literatura, tras realizar diversos documentales educativos para televisión sobre pintura. En su cine se cruzaron las culturas flamenca y valona, abrazando la identidad bicultural belga antes de su irreconciliable regionalización.

Hijo del pintor surrealista Paul Delvaux y gran aficionado a la música, su libre adaptación Le roi Cophetau llegaba a tocar el paisaje literario de Gracq, sus instantes fulgurantes, su clima de encantamiento auroral, su atmósfera entre el sueño y la vigilia, no a través de la mera ilustración, sino infiltrando precisamente referencias de la pintura surrealista, de sus formas extáticas, y de la música romántica (Brahms), de su movimiento entre la intuición y la emoción. El viaje al encentro del amigo y la espera de la guerra daban lugar a una evocación juvenil cuya compleja articulación en flash-backs adquiría la forma de un rondó sobre un tiempo ya perdido.

A través del pasado artístico de las formas Delvaux insuflaba vida a la narratividad del cine, depurando los recursos propios de su imaginería corriente desde una modernidad distanciada. En su feliz encuentro con la obra de Gracq, el cineasta exploró la relación metafísica con lo visible a la sombra de un clasicismo superior hecho de misterio, ambigüedad y silencios. Su cine culto y sensible, como la obra de Gracq, también parece pertenecer a otro tiempo, pero ahí está presente, mirándonos como un objeto extraño.

domingo, 16 de diciembre de 2007

JORNADAS


Del 10 al 14 de diciembre se han celebrado en Valencia las I Jornadas Internacionales sobre el Audiovisual Contemporáneo. Organizadas por el Institut Valencià de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, las jornadas han tratado de analizar los retos de la imagen en el nuevo milenio, las nuevas formas de hacer y ver eso que aún llamamos cine.

¿Qué consecuencias conllevan los cambios en los soportes de filmación y los espacios de exhibición, qué papel juegan el hogar o el museo en los nuevos hábitos de consumo de imágenes, cómo enfrentarse a fenómenos como la piratería, de qué modo se enfrentan los creadores y los críticos a esta situación en constante transformación? “¿Se puede seguir hablando de cine sin atender a las demás formas de la imagen en movimiento?”, se preguntaban los directores de las jornadas, José Antonio Hurtado y Carlos Losilla.

Se dice que en Hollywood ya no se crean películas, sino propiedades intelectuales exportables en varios formatos, como videojuegos y merchandising. La industria del entretenimiento global tiene en su horizonte la armonización internacional de las leyes de la Propiedad Intelectual, las tecnologías antipiratería y las ampliaciones del copyright, cuya protección figura entre las prioridades de la política comercial de Estados Unidos, con vistas a una complicada y discutible ordenación del entorno digital.

La convergencia digital de la telefonía y la televisión a través de Internet, en lugar de suponer portales de la expresión pública, puede convertirse en una autopista exclusiva del Hollywood global y atropellar las protecciones del dominio y del libre uso. La distinción entre bienes y servicios ya ha empezado a emborronarse y la consecuencia inmediata es el cuestionamiento de las formas sociales de privacidad, interés público, acceso y beneficio económico.

Las majors tienen a punto un formato cinematográfico electrónico que puede descargarse y proyectarse digitalmente para terminar con la distribución de las copias a las salas concretas y pasar a una distribución directa vía satélite o Internet. Ante el declive de la proyección cinematográfica tradicional y la liberalización de los servicios on-line, la producción independiente y los creadores audiovisuales buscan espacios de resistencia acorde con los tiempos que les permitan manejarse con libertad en los nuevos servicios audiovisuales, más allá o más acá de su concepto como comercio electrónico, información y entretenimiento que marca la globalización audiovisual.

Sobre estos y otros asuntos relacionados, los profesores Toby Miller, Nitin Govil, John McMurria y Richard Maxwell escribieron en 2001 el estudio El nuevo Hollywood. Del imperialismo cultural a las leyes del matrketing, publicado es España por ediciones Paidós. Ya se han movido muchas cosas desde entonces, pero su lectura sigue siendo actual y esclarecedora.

domingo, 9 de diciembre de 2007

SIN DESTINO

Sin destino, la película del director húngaro Lajos Koltai presentada en el festival de Berlín de 2005, está basada en la novela homónima de Irme Kertész, premio Nobel de literatura en 2002, en la que el escritor rememora su deportación a los campos de exterminio de Auschwitz y Buchenwald y su regreso a la vida civil tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El guión de la película lo ha escrito el propio Kertész.

La vi con dos amigos un viernes por la noche, en el único cine de versión original subtitulada de Madrid donde ha sido estrenada. El operador la proyectó sólo para nosotros tres, no había nadie más en la sala. Es una de las mejores películas de ficción que se han hecho sobre los campos, junto a La pasajera (1963), la película inacabada del polaco Andrzej Munk, rodada parcialmente en Auschwitz, que ha sido editada en DVD recientemente por Notro Films.

Koltai y Kertész clavan la mirada en lo inenarrable, se preguntan qué significa seguir siendo o no humano y dejan constancia final de la permanencia de los campos, la exclusión que no logramos superar, tras la experiencia del exterminio nazi. Su narración es seca y acumula escenas que trazan la progresiva degradación de la vida y, sobre todo, de la muerte, el ultraje específico de los campos.

El drama se sirve en frío, sin apenas concesiones al espectáculo. Sobra la música del maestro Morricone, porque malbarata la emoción detenida, estupefacta, y también algunos planos artificiosos, que figuran una intención estética fuera de lugar, como cuando la cámara sobrevuela una pila de cadáveres o un grupo de presos alineados en el patio hasta la extenuación. Es revelador comprobar cómo la representación de los campos se resiste a adoptar un punto de vista “aéreo”.

Cuando se encendió la luz de la sala y comprobé que sólo nosotros tres habíamos visto la película recordé a Primo Levi, otro superviviente de Auschwitz, cuando habla del “privilegio de los testigos”. Los que han sobrevivido son una minoría anómala, además de exigua, diría Levi. Él se propuso escribir por de aquellos que ya habían “tocado fondo” antes de morir, los no-hombres de los campos, incapaces de observar, recordar y expresarse, pues ellos serían son los “testigos integrales” de la “demolición terminada”.

Felman y Laub, a propósito de Sohá (1985), el gran documental de Claude Lanzmann sobre los campos junto a Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, desarrollaron la noción de sohá, eufemismo del que se sirven los judíos para indicar el exterminio, y que significa “devastación, catástrofe”, como “acontecimiento sin testigos”. En el fondo no hay novela o película que pueda contar el exterminio, porque no puede haber voz para la extinción de la voz, nadie que haya vuelto para contar su muerte. Pero hay obras que tocan este umbral de lo intestimoniable, y en el cine Koltai y Kertész han logrado una de ellas.

Después de ver Sin destino se ha estrenado Hafners Paradies, de Günter Schwaiger, el documental que obtuvo el primer premio de la sección Tiempo de Historia de la Semana Internacional de Cine de Valladolid. Se trata un demoledor retrato de un octogenario ex oficial de las SS afincado en España que pone en presente y en carne y hueso, a través del incólume nazi que retrata, aquella sentencia de Jean Amery que decía que la conciencia había desaparecido en la Alemania del III Reich.

jueves, 29 de noviembre de 2007

EN TRANSICIÓN


Vale la pena ver la exposición En Transición, desde el pasado 20 de noviembre en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB). Se trata de una aproximación crítica a los años de tránsito entre la dictadura y la democracia, lejos del relato apologético de la “historia oficial” que presenta la conquista de la libertad democrática como fruto de una serie de intrigas palaciegas.

El título de la exposición hace referencia al movimiento y cambio progresivo que afectó a todos los estratos de la sociedad española entre las décadas de los años sesenta y ochenta, haciendo hincapié en el protagonismo ciudadano, de los individuos y los colectivos sociales. No hay materiales retrospectivos, ninguna mirada actual que comente el pasado, sólo pedazos recuperados de la memoria de aquellos años: filmaciones, pinturas, carteles, manifiestos, fotos y fichas policiales...


La “mise en place” de la exposición es un verdadero recorrido por una memoria en presente, sin concluir, no cosificada. A la entrada, tras la sentencia de Franco que decía que todo estaba “atado y bien atado”, una recreación audiovisual de la reunión secreta del Consejo del Movimiento, del 17 de febrero de 1971, deja en evidencia las contradicciones del régimen, y que el futuro estaba por decidir. Luego las salas se estrechan o se amplían, la luz restalla o se atenúa, los pasillos se abren o se cierran como grutas mientras la andanza va encadenando los diferentes apartados articulados como espacios de memoria: Huelga, Comisaría, Escuela, Núcleos de convivencia, Psiquátrico, Escena musical y Representaciones, con el humor gráfico de la época como eje transversal.


Por su carácter subjetivo, la memoria nunca se fija y aparece más bien como una obra abierta, implicando una relación de interioridad con lo mostrado, en transformación permanente. Al final del recorrido artistas jóvenes aportan sus visiones sobre el proceso y el visitante puede dejar sus propias preguntas sobre la Transición, que obtendrán respuesta en una mesa redonda que se celebrará el día 23 de febrero.


Entre el material fílmico destacan las película militantes sobre el movimiento obrero, un metraje recuperado sobre el montaje prohibido de Marat-Sade (1969) de Marsillach y Nieva, y las proyecciones íntegras de Animación en la sala de espera (1979) de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado y El desencanto (1976) de Jaime Chavarri. En el apartado “Representaciones” conviven la instalación de Joan Brosa sobre Puig Antich con cuadros del Equipo Crónica y la maqueta de Emilio Ruiz para la recreación del atentado contra de Carrero Blanco en Operación Ogro (1979) de Pontecorvo. Mucho para ver y reflexionar.


Llaman la atención las fichas y fotos del archivo policial, la primera vez que se exponen públicamente. Las fichas aparecen con los nombres tachados y las fotos son negativos. Los luchadores antifranquistas que sufrieron la represión de la dictadura siguen entre nosotros, sin nombre ni rostro, como prueba aún presente de la “transición amnésica” que tuvimos. La exposición del CCCB es sin duda una contribución importante a la formación de una la memoria colectiva viva, reparadora y sin mistificaciones.

jueves, 22 de noviembre de 2007

FERNANDO FERNÁN-GÓMEZ


Ayer murió el maestro Fernando Fernán-Gómez. Nos queda su obra como actor y director de cine, autor teatral y novelista, memorialista y articulista de prensa. Inconmensurable.

El año pasado Luis Alegre y David Trueba estrenaron La silla de Fernando, un documental donde Fernán-Gómez, en su casa, sentado en una silla, habla en primer plano sobre su manera de ver la vida y estar en el mundo. Fue una idea feliz, que nos acercó para siempre la faceta menos pública del cómico, su gusto por la conversación privada. Trueba dijo entonces que la película era una contribución al cine-espectáculo, porque hoy, cuando sólo se habla para opinar y una opinión no puede durar más de veinte segundos, disfrutar durante más de una hora del formidable don para la charla de Fernán-Gómez es un espectáculo inigualable.

Deberían editarla en DVD, ahora que se ha ido Fernán-Gómez, para hacernos la ilusión de una velada “personal” con la mejor compañía y escucharle hablar de la República y la guerra civil, de Franco y Marlene Dietrich, del whisky y la religión, de las mujeres y la muerte. Y disfrutar sobre todo por cómo lo cuenta: con proximidad y humor, sin petulancia, y sin renunciar al caos y la arbitrariedad propios de las conversaciones.

Su conversación se transforma un género libérrimo, con el que no se pretende convencer a nadie de nada. El documental muestra el puro goce de la charla, de comunicar no tanto algo concreto como de regocijarse en el propio conversar. El arte de la charla, un fin en si mismo. Esa gratuidad era parte integral de Fernán-Gómez, de su generosa acracia.

Fue su última película. Ya nació testamentaria, pero no en el sentido habitual, de balance y saldo de cuentas. No hay reflexiones ni justificaciones ni nada que pondere sobre su obra variada, fecunda y capital. Arranca en los títulos con fragmentos del último espectáculo que representó en un teatro, en 1992, como para despedir al cómico. Luego sólo se le vuelve a ver actuar en retrospectiva, a través de algunos extractos de sus películas que sirven para que respire la velada. Durante el grueso del metraje nos quedamos solos con su rostro y su palabra, como si ya registrásemos su pérdida. Irreparable.

En la charla el cómico se disuelve y reaparece el ser humano, sin guión ni maquillaje, como las estatuas de las leyendas griegas que rompen las redes que las sujetan y empiezan a moverse. En su silla, Fernando ni actúa ni hace, simplemente habla a rostro descubierto, y es su gesto, expuesto sin trascendencia alguna, lo que aparece. Es el ser en el lenguaje, que diría el filósofo, que al reconocer que no tiene propiamente nada que decir se abre a ese profundo vacío que es la dimensión ética. Ver a Fernando charlando en su silla es ver un carácter moral. Su retrato último, testamento y homenaje inolvidable.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

MEMORIA HISTÓRICA

El estreno de Las 13 rosas, la película de Emilio Martínez-Lázaro sobre el grupo de muchachas fusiladas por la represión franquista al poco de finalizar la guerra civil, ha coincidido en el tiempo, prácticamente, con la aprobación en la Comisión Constitucional del Congreso de la Ley de la Memoria Histórica, con la que se pretende saldar la deuda pendiente del Estado con las víctimas que padecieron violaciones de derechos humanos y nunca obtuvieron reparación, y la beatificación en el Vaticano de 498 “mártires” de la misma guerra, con la que la Iglesia insiste en humillar a los vencidos y silenciar su papel de verdugo durante el franquismo.

La película de Martínez-Lázaro obedece a un deber de la memoria: “Cuando todo esto haya pasado, alguien tendrá que recordarlo”, dice su frase publicitaria. Intenta paliar la supuesta amnesia del cine español a propósito de nuestro pasado histórico sin remitirse metafóricamente al presente, aunque la oportunidad de su realización sea una referencia implícita al actual contexto cultural y político. Su contribución a la formación de la conciencia pública del pasado, con su sincera compasión hacia las víctimas inocentes, acaso debiera hacernos pensar por qué faltaron en la transición política películas como esta, si es que faltaron, o si su reaparición hoy viene a demostrar precisamente la necesidad de una ley que por fin intenta reparar la injusticia y el olvido.

Una relación con el olvido que procure simplemente restituirlo a la memoria para construir con él otra tradición y otra historia, la de los oprimidos y vencidos en este caso, resulta a la postre insuficiente, porque se escribe con herramientas que no difieren sustancialmente de las empleadas por los opresores y vencedores. Marínez-Lázaro lo tiene en cuenta, se esfuerza en dotar de complejidad a su fresco histórico, contener las facilidades de la emoción y permanecer fiel a lo que debe quedar como inolvidable, pero estar al servicio de la memoria apenas basta para que la verdad histórica logre decir algo, pues la medida del olvido excede largamente la piedad de nuestra conciencia.

A propósito del fascismo, Adorno se preguntó sobre la creciente imposibilidad de representar lo histórico. Criticaba la psicología en su empeño por justificar la inhumanidad de la historia haciéndola humanamente comprensible, porque la realidad social y política ya no era interpretable desde motivaciones humanas. Tampoco los arquetipos de la épica le parecían ya plausibles, por simplistas. Sostenía que la absoluta falta de libertad del fascismo podía conocerse, pero no representarse. Si ésta aparecía, como en la alabanza de la resistencia heroica, cobraba el rasgo avergonzado de una promesa imposible. “El único objeto hoy digno del arte, lo puro inhumano, escapa a él en su exceso e inhumanidad”, sentenció a modo de conclusión.

A propósito del cine y la memoria recomiendo el último libro del guionista de Las 13 rosas, el novelista Ignacio Martínez de Pisón, un pequeño volumen titulado Las palabras justas. El libro se compone de siete textos, publicados originariamente en la prensa, que pertenecen al género del reportaje, salvo el dedicado a Ramón J. Sender, concebido en principio como prólogo para una edición de Casas Viejas. Cada uno de sus “relatos reales” contiene una película imaginaria.

Las palabras justas se abre con el relato de dos maestras que en los primeros meses de la posguerra coincidieron en la cárcel madrileña de Ventas, una como directora de la prisión y la otra como reclusa. El lector reconocerá aquí un esqueje del guión de Las 13 rosas relacionado con el personaje que en la película interpreta la actriz Goya Toledo. Otro relato desgrana varias historias alrededor del esplendor y la decadencia de la estación internacional de Canfranc, donde se presenta a un maestro republicano, que había aprendido latín en sus años de seminarista, trabando amistad con el comandante alemán, antiguo profesor de lenguas clásicas en Heidelberg, que estuvo al mando de la parte francesa de la estación internacional durante la ocupación de Francia. El maestro se llamaba Miguel Labordeta, padre de José Antonio, el cantautor y diputado.

Otro de los relatos tiene por protagonista al novelista norteamericano John Dos Passos, que a través de una fundación privada con sede en Nueva York, el New World Resttlement Fund, ayuda a los exiliados anarquistas españoles a rehacer sus vidas en un monte perdido de Ecuador. Esta historia debió encontrarla Pisón en el momento de escribir su novela más conocida, Enterrar a los muertos, donde novela la investigación llevada a cabo por Dos Passos del asesinato de su traductor José Robles Pazos a manos de los servicios secretos soviéticos en tempos de la Guerra Civil. Otras historias reviven la visita del escritor italiano Leonardo Sciascia a las ruinas de Belchite, donde Musolini envió luchar a sus paisanos, o el periplo de Lidia Kúper, la traductora de la edición de Guerra y Paz del Taller de Mario Muchnik, que en 1939 abandonaba España en un avión con los últimos consejeros soviéticos de la Segunda República.

El libro se cierra con un relato titulado El policía de la foto, donde se descubre la identidad de Alfredo Castellón, realizador de televisión y autor de teatro y literatura infantil, que aparece en una famosa foto tomada el 22 de febrero de 1959 en Collioure junto a un nutrido grupo de poetas antifranquistas que conmemoran el vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado. Carlos Barral, en el segundo volumen de sus memorias, Los años sin excusa, tomaría a Castellón por un policía enviado por el gobierno para espiarles, lo que no era cierto. Verdad, memoria y vida vuelven a entrelazarse en este nuevo, pequeño pero apasionante libro del autor de El tiempo de las mujeres, aquella gran novela sobre el telón de fondo de la transición democrática que también podría dar para una película.

sábado, 27 de octubre de 2007

HISTORIA DEL CORTOMETRAJE ESPAÑOL


Aprovechando la polémica en torno a la participación del cortometraje en la ceremonia de los Premios de la Academia de Cine, propongo hacer un poco de historia sobre el cortometraje español revisando un viejo artículo publicado hace ya algunos años en ABC Cultural.

En los años de la República se podían ver en las salas cortometrajes, de Edgar Neville, Eduardo García Maroto y Sabino Picón, entre otros, acompañando las películas de largometraje, pero esta tradición desapareció con la llegada del franquismo. Aunque existía una ley que obligaba a proyectar cortos, la desidia tanto de la administración como de los propietarios y gestores de las salas, que ignoraban la ley, provocó la práctica extinción de la producción de cortometrajes a partir de la mitad de los años cuarenta. La obligatoriedad del No-Do, el noticiario oficial, fue la única que se cumplió a rajatabla.

Con la notable excepción de los films vanguardistas de José Val del Omar y poco más, el campo del cortometraje en España fue un páramo hasta finales de los años sesenta, cuando la creación de las “Salas de Arte y Ensayo y las “Salas Especiales” introdujeron en sus programas la proyección de cortometrajes que, por primera vez, no eran documentales turísticos o el propagandístico No-Do. Así, entre 1969 y 1975 se produjo un importante número de cortometrajes que comprendía desde el underground y cierta experimentación (de Iván Zulueta a Álvaro del Amo) hasta ficciones breves que ensayaron los nuevos caminos que, en oposición a las prácticas industriales y estéticas del decadente Nuevo Cine Español, fraguarían en el denominado cine de la transición democrática (encabezado por el grupo de la productora de cortos In-Scram, con Betriu, Drove, García Sánchez y Gutiérrez Aragón).

Animados por un empeño de ruptura con los modelos institucionales de la industria cinematográfica, y en sintonía con los movimientos de renovación del cine mundial, unos, lo más radicales, decidieron saltarse los márgenes de la legalidad vigente, mientras que otros prefirieron utilizar las posibilidades de financiación ofertadas por el Estado. La crisis de la Escuela Oficial de Cinematografía (EOC) no fue ajena a este resurgimiento histórico del cortometraje español. El rechazo programático de las condiciones de acceso al mundo de la cinematografía, al que sólo podían tener acceso los jóvenes cineastas que poseían el título de la escuela oficial y se sometían la larga serie de formalidades burocráticas del Sindicato Nacional del Espectáculo, supuso la huida de la academia de algunos de los cineastas, que emprendieron la realización de cortos su cuenta y riesgo.

Mediados los años setenta, las decisiones arbitrarias de La Junta de Apreciación de Películas (un organismo creado 1965, de cuya calificación dependía en gran parte la economía de los cortos), la distribución ineficaz, el recrudecimiento de la censura en los momentos agónicos del régimen y, finalmente, la ruinosa situación de las productoras, provocaron al declive de esta pequeña edad de oro del cortometraje español.

Muerto el dictador y abolida definitivamente la obligatoriedad de proyectar el No-Do en las salas, la coyuntura no mejoró. Seguía siendo obligatorio proyectar cortos, pero los gerentes de los cines pagaban cifras irrisorias y, desde 1977, una reforma en materia de subvenciones, que pasaron a ser indiscriminadas, primó la cantidad sobre la calidad, llenando las pantallas con un aluvión de cortos de pésima factura, muchos de ellos obra de la picaresca de antiguos reporteros del noticiario franquista, que montaban y remontaban celuloide sobre los temas más diversos, desde la alfarería a los castillos de España, para hacerse con la calderilla de la subvención. En muy poco tiempo el cortometraje sufrió un enorme desprestigio. Nunca como entonces tuvo un efecto tan disuasorio y nocivo sobre el espectador, que aprovechaba la proyección de los cortos para abandonar la sala y fumarse un pitillo en espera del largometraje.

Ya entrados los años ochenta, la llamada “ley Miró” del gobierno socialista eliminó la insostenible obligatoriedad del cortometraje y reinstauró las subvenciones sobre proyecto en el marco general de una política de refuerzo del proteccionismo estatal de la cinematografía. Paradójicamente, cuando se abandonó completamente la regulación de su distribución y exhibición del corto en las salas, comenzó su nueva germinación, que llega hasta la gran eclosión de nuestros días. La política administrativa de independencia territorial del estado de las autonomías, que propicia la ramificación y descentralización de las ayudas a la producción, unido a la diversificación de la enseñanza de la imagen en universidades, centros de formación profesional y academias surgidas al calor de la creación de las nuevas televisiones públicas y privadas, son factores que han contribuido a la revigorización del cortometraje.

Frente al estándar del largometraje, el corto ha proporcionado una mayor percepción de la pluralidad socio-cultural del país español, trasluciendo las diferencias que caracterizan a las proto-cinematografías de aquellas regiones con una marcada identidad cultural, como son los casos, por ejemplo, de Cataluña, con unas obras más escoradas hacia la experimentación, y Euzkadi, más atentas al tejido social en el que se producen. En el contexto general de nuestro cine, por primera vez en su historia ha ocurrido que una generación completa de cineastas formados en la producción independiente del cortometraje ha accedido a la industria cinematográfica, convirtiéndose en el sujeto de la renovación estilística y temática del cine español de los años noventa.

Desde entonces hasta hoy, el corto ha conseguido incrementar sus fuentes de financiación (televisiones, patrocinios, premios, subvenciones automáticas, ventas internacionales, etc.), pero no ha logrado conquistar la difusión normalizada en su espacio natural, las salas de cine, ni parece que vaya a conseguirlo a tenor de la actual configuración del mercado de la explotación cinematográfica. Más preocupante todavía, el cortometraje no parece dispuesto a asumir lo que sin duda es su asignatura pendiente: el reconocimiento de su mayoría de edad como género cinematográfico. Desgraciadamente, se sigue considerando el corto casi exclusivamente como el eslabón inicial e inevitable de una supuesta carrera cinematográfica, pasando por alto su fuerte originalidad expresiva, la estrecha correspondencia entre forma y duración que le atribuye su propio valor estético.

Entre la indiferencia y el paternalismo de la industria y las estrategias de asalto al largometraje de los cineastas, el corto vive su “boom” como una implosión que ha instalado en su práctica una feroz competitividad y un afán por llamar la atención que se traduce en la inflación de sus presupuestos, la participación de “famosos” en sus repartos y otros planteamientos que revelan una gran mediocridad de fondo. Si el franquismo estranguló el corto con una combinación de desidia, trabas y controles administrativos y sindicales, hoy la presión del mercado impide que esta forma libérrima de cine, capaz de trastocar desde el interior de un mismo lenguaje los modelos narrativos del cine oficial y de cuestionar incluso la propia forma de consumir el producto, alcance su potencial irreverencia.

jueves, 25 de octubre de 2007

CORTOMETRAJISTAS INDIGNADOS

Apoyo y me hago eco de las reivindicaciones de la Plataforma de Cortometrajistas indignad@s reproduciendo a continuación su comunicado:

La Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España ha cambiado recientemente los mecanismos de presentación de candidaturas para sus premios anuales en la categoría de cortometrajes. Sin previo aviso se adelantó el plazo de admisión en un mes con respecto a lo que venía siendo habitual en años anteriores y se ha limitado la duración a 20min., a diferencia de los 30min. de años pasados o los 50min. que reconoce el ICAA. El resultado de lo anterior ha sido que muchos cortometrajes se han quedado sin poder optar a lo que debería ser el premio más importante del sector.

Al mismo tiempo, la Academia ha decidido que los premios a los cortometrajes saldrán de la gala televisada, entregándose en la cena de los nominados, unas semanas antes, lo que ha motivado la indignación de muchos cortometrajistas, especialmente de los nominados. Y a esto hay que sumar la tradicionales discrepancias con un proceso de nominación que a menudo no logra detectar los cortometrajes más significativos. Y otros problemas como que el receptor del galardón haya cambiado varias veces entre director y productor y la cuestión de si se considera Cine a los cortometrajes en soporte vídeo.

Indignados muchos afectados por todo lo anterior, una serie de correos electrónicos con múltiples destinatarios han iniciado un interesante debate que pretende canalizarse desde esta web, creando una plataforma de expresión colectiva sin representantes oficiales, que permita trasladar a la Academia inquietudes concretas, empezando por esta Carta y un pequeño cuestionario para medir nuestra indignación. Además han creado una lista de correo a la que puedes suscribirte abajo.

EL PLAZO PARA FIRMAR SE CERRARÁ EL PRÓXIMO JUEVES 1-NOV A LAS 10.00h.

POR FAVOR, DIFUNDE ESTA WEB ENTRE TUS CONOCIDOS INDIGNAD@S

Por favor, firma en apoyo del cine corto:

www.indignados.org

y pásalo

A LA ACADEMIA DE LAS ARTES Y LAS CIENCIAS CINEMATOGRÁFICAS DE ESPAÑA

23 de Octubre, 2007

Estimados Académicos:

Les remitimos este escrito para exponerles nuestra postura ante los recientes cambios realizados por la Academia de Cine en torno al proceso de selección de los cortometrajes nominados y el proceso de entrega de los Premios Anuales de la Academia, “los Goya”.

El Cortometraje español no es un género menor en manos de jóvenes aficionados, sino una parte importante de nuestra cinematografía que goza de un prestigio internacional equiparable al largometraje. La presencia de cortometrajes españoles en los festivales internacionales más importantes del mundo y los premios obtenidos en los mismos avalan suficientemente esta afirmación. Desde hace más de una década, ver cortometrajes españoles en Venecia, Sundance, Berlín, Clermont-Ferrand, o los propios Premios Oscar de la Academia de Cine Americana, ha dejado de ser una excepción para convertirse en algo habitual.

Los abajo firmantes queremos que la Junta Directiva de la Academia tenga conocimiento sobre nuestra posición ante la decisión de entregar los Premios Anuales de la Academia “Goya” en las categorías de Mejor Cortometraje de Animación, Mejor Cortometraje Documental y Mejor Cortometraje de Ficción fuera de la ceremonia oficial de entrega de los Premios Anuales de la Academia para agilizar la gala en televisión. Consideramos que esta decisión sitúa al Cortometraje en un nivel inferior al resto de profesionales del cine español y, por ello, estamos en desacuerdo con la misma.

Asimismo, no queremos limitarnos sólo a la ceremonia como tal sino también hacerles llegar nuestras inquietudes respecto a los mecanismos de selección y al proceso de inscripción de los cortometrajes, que pensamos deberían ser revisados y consensuados con representantes del sector del cortometraje.

Por tanto, los abajo firmantes solicitamos a la Junta Directiva de la Academia que reconsidere su decisión de entregar los premios arriba mencionados fuera de la Gala de Entrega de los Premios Anuales de la Academia, así como que se revisen los procesos de selección de los nominados y los trámites requeridos para participar.

Por último, les rogamos que la Academia haga lo posible por habilitar la comunicación entre el mundo del cortometraje y la propia Academia, para tratar los temas aquí planteados.

Atentamente,

martes, 9 de octubre de 2007

THE PERVERT'S GUIDE TO CINEMA


El polémico filósofo y psicoanalista Slavoj Zizek ha plasmado su formidable interés por el cine en una serie documental producida en 2006 y titulada The pervert’s guide to cinema. Muchas de sus reflexiones se encuentran en su libro Lacrimae rerum, Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio (ed. Debate, 2006), pero su traslación cinematográfica, con la ayuda de la directora Sophie Fiennes, es especialmente provocadora y sugestiva. Zizek se introduce en los decorados de películas como Psicosis, La conversación o Terciopelo azul y con extractos de estos y otros títulos expone, a través de tres capítulos de una hora aproximada cada uno, cómo el cine y la filosofía van de la mano cuando los grandes cineastas nos permiten pensar en términos visuales. El DVD se puede adquirir en las librerías La Central de Madrid y Barcelona, o a través de la web oficial de la serie: www.thepervertsguide.com.

Slavoj Zizek sostiene que el cine es el arte más perverso que existe: “No nos da lo que deseamos, sino que nos dice cómo desear”. Al mismo tiempo que suscita el deseo, el cine se encargaría de domesticarlo, de darle una distancia de seguridad para paliar sus efectos deformantes sobre la realidad. Zizek recurre a Matrix, sin ninguna simpatía por la monserga religiosa que ésta destila, para hablar de la ilusión que nuestra libido necesita para mantenerse, de ese “suplemento virtual” sin el que no podemos vivir, y de la angustia y ansiedad que nos produce su insatisfacción. ¿Es este el horizonte último de nuestra experiencia?, se pregunta. Y en el cine, ¿somos capaces de encontrar la emoción verdadera de la ansiedad, o el cine como tal es mera superchería?

Como arte de las apariencias, el cine nos estaría apuntando algo acerca de cómo la realidad se constituye a sí misma. Apoyándose en una secuencia de Alien resurrección, donde Ripley destruye los clones imperfectos a partir de los que ella ha sido creada, Zizek valora la modernidad de una antigua teoría gnóstica que explica nuestro mundo como una creación inacabada, ni completamente real ni enteramente constituida. A través de esta ontología de una realidad no terminada el cine se habría convertido en un arte moderno. Lars von Trier insistiría en ello con Dogville, donde todo se desarrolla en un decorado trazado con líneas en el suelo y aún así nos fascina, la ilusión persiste. Su película sería una alegoría sobre la creencia en el propio cine, porque la paradoja del cine, según Zizek, es la paradoja de la creencia.

Zizek se fija en Hitchcock, Takovski, Kieslowski y Lynch, directores que tienen en común una “autonomía de la forma cinematográfica” que va más allá de la expresión y articulación de un contenido narrativo. Se trata de formas que se comunican, que reverberan unas con otras, de un “primer plano de proto-realidad” que estaría en contacto directo con el exceso energético de nuestra mente, con la libido. El cine nos abriría a esta dimensión crucial, al reconocimiento de ese exceso que no estamos preparados para afrontar en la realidad: de esto hablaría Chaplin en Luces en la ciudad, donde la florista descubre que no es un rico caballero quien ha pagado la operación que ha hecho que recupere la vista, sino un patético vagabundo. Para Zizek el problema no es tomarse demasiado en serio la ilusión, al contrario, es no tomársela suficientemente en serio, porque es más real de lo que parece: “Si buscáis qué es en realidad más real que la realidad misma –concluye– mirad en la ficción cinematográfica”.

viernes, 28 de septiembre de 2007

EN LA CIUDAD DE SILVIA

Todas las películas de José Luis Guerín (Barcelona, 1960), desde el relato iniciático de Los motivos de Berta (1984), son películas sobre el propio cine, sobre cómo filmar o seguir filmando. En Innisfree (1990) rastreó las huellas de la arcadia de John Ford en los lugares donde éste rodó El hombre tranquilo; en Tren de sombras (1996) creó una película dentro de la película como fragmentos de una realidad recobrada; y En construcción (2001) fue la transformación social de una ciudad la metáfora o el pretexto para documentar el propio proceso de filmar la realidad. En En la ciudad de Silvia, el último capítulo, por el momento, de su particular indagación en las razones del cine, Guerin aborda directamente, despojándose de todo accesorio narrativo, el motivo central de la mirada.

Un joven que busca a una mujer que conoció años atrás en la ciudad de Estrasburgo es su argumento mínimo. A Guerín le basta mantenerlo como enunciado, sin desbordarlo, para proponer al espectador un cara a cara con el dispositivo que genera esta búsqueda, con su puesta en imagen (y sonidos). Aquí un leve desplazamiento de la cámara, la mayor o menor coincidencia de dos miradas son matices que abren un mundo. Gravitando sobre el mito renacentista de la mujer intangible, sobre la idea de la mujer que Petrarca inaugura en el Canzoniere, Guerin busca en la revelación del rostro que persigue su protagonista la revelación del propio cine.

Los rostros que el joven esboza en su cuaderno son rostros sin expresión, sólo contornos, sin ojos, ni nariz, ni boca. Cuando busca entre la gente de la ciudad la apariencia de su recuerdo, sólo encuentra ojos que se evitan por pudor, que se encuentran con descaro, o los rasgos endurecidos por el carácter, como si fueran fotogramas de una película perdida. “La ciudad de Silvia”, escribe entonces en su cuaderno, porque su solo nombre lo abarca todo, como la Laura de Petrarca. Nunca la dibujará, aunque se le aparezca, porque no es nadie en concreto. Es el testimonio de todos los nombres perdidos, y el cine sería la forma de explorar esta pérdida, de apoderársela.

Cuando ella por fin aparece, la ciudad cristaliza a su alrededor, como la ciudad que irrumpía ante en los amantes de Amanecer, el clásico mudo de Murnau. Su rostro es la única ciudad posible, su sola apariencia, abierta y atrincherada al tiempo, se convierte en el lugar de todos los afectos. No se trata de lo que hay detrás de la turbación de su rostro, se trata de su mismo aparecer, de su emergencia y disimulación ante el joven que la persigue para confirmar su recuerdo, del inagotable juego de la ausencia, de su silencio y vacío legendarios, donde el cineasta marca las propias huellas de su escritura. El rostro de Pilar López de Ayala, como el de la Juana de Arco de Dreyer, es la pasión del cine, el umbral de su impenetrable belleza.

jueves, 20 de septiembre de 2007

EMILIO RUIZ DEL RÍO, EL ÚLTIMO ARTESANO

Durante este último año Emilio Ruiz del Río me ha enseñado los secretos de su oficio para dejar constancia de ellos en un documental que se titulará El arte invisible de Emilio Ruiz. Mientras comenzaba el montaje del documental, Emilio fallecía el pasado 14 de septiembre en el hospital San Rafael de Madrid, aquejado de una insuficiencia respiratoria provocada por una infección pulmonar. El diario El País, la Cartelera Turia de Valencia y la revista de la Academia de Cine me pidieron unas líneas para glosar su figura. El texto que sigue a continuación rehace y completa todos ellos.


Emilio Ruiz del Río, nacido el 11 abril de 1923 en Madrid, era una leyenda viva del cine. Durante sesenta y cinco años realizó trucos visuales para más de 450 películas con una total entrega y dedicación. Era un perfeccionista que amaba el trabajo bien hecho, con humildad. Cuando el director Robert Siodmak le vio encajar uno de sus trucos en los decorados de La última aventura (Custer of the West, 1967), se rindió ante su arte y como prueba de gratitud le regaló el visor que le había acompañado desde el rodaje de La escalera de caracol (1945). Emilio lo guardó como oro en paño. No se atrevió a utilizarlo nunca, decía, “por respeto”.

Con 84 años, Emilio era el último maestro del trucaje cinematográfico clásico que permanecía en activo. Recorrió con su inventiva el cine religioso e histórico del franquismo, las producciones fugitivas de Hollywood en España, las más heterogéneas coproducciones europeas, el cine de la transición democrática, las superproducciones de De Laurentiis, el cine de género de Juan Piquer y el más reciente cine de autor español y europeo.

Emilio se introdujo en el mundo cine de la mano del director artístico Antonio Simón y del pintor Enrique Salvá. Trabajó en la práctica totalidad de los estudios cinematográficos de Madrid pintando los grandes telones o forillos del cine de la época, hasta que, incitado por el decorador Sigfredo Burman, comenzó a investigar las técnicas de la escenografía pintada en cristal que tan buenos resultados habían reportado a la cinematografía alemana, la referencia de nuestro cine en los primeros años de la posguerra.

A partir de entonces la imaginación de Emilio se disparó y empezó a reinventar las técnicas tradicionales del trucaje cinematográfico: cristales combinados con espejos, maquetas pintadas en chapa de aluminio –invención del propio Emilio– maquetas corpóreas fijas o móviles, trucos de agua con piscina, trucos de fuego, animación de muñecos y todas las combinaciones posibles entre estos efectos. Trabajaba delante del objetivo, a partir de una distancia de dos metros. Con cualquier cosa que pusiera delante lograba engañar al ojo de la cámara.

Emilio Ruiz completó en cristal o maqueta las grandes escenografías del cine histórico de la productora Cifesa, como la torre y el coro de la Iglesia o la ciudad amurallada de Alba de América (1951). En cristal pintó los teatros de Gayarre (1958) y Aquellos tiempos del cuplé (1958), dejando un hueco para que los actores, subidos en un practicable, se asomaran por los palcos. Por estos años Ray Harryhausen, el maestro de la animación stop-motion, le llamó para algunas de sus producciones que se rodaban en España, como Simbad y la princesa y Los viajes de Gulliver (1959).

Colgadas en bandera o disimulando sus soportes para poder hacer panorámicas desde el centro óptico de la cámara, las maquetas de Emilio Ruiz eran una garantía para satisfacer un gran repertorio de exigencias visuales. El productor Italo Zingarelli vio el potencial de su trabajo y se lo llevó al cine italiano, aunque gran parte de los ocho años que estuvo contratado por Film Columbus los pasó en España cedido por la productora para participar en las películas que empezaban a rodarse aquí por las compañías americanas e inglesas: Espartaco (1960) Rey de reyes (1961), 55 días en Pekín (1963), Cleopatra (1963), El fabuloso mundo del circo (1964), La caída del imperio romano (1964) y un largo etcétera.

Suyas son las ciudades de El Cid (1961) o Lawrence de Arabia (1962) y muchos trampantojos que, por su realismo inigualable, fueron bautizados como “emilios”. Cuando ya era una celebridad por sus trucajes, seguían recurriendo a él como pintor para los retos mayores, como la perspectiva pintada del Kremlin al final de la calle de Moscú construida en el barrio madrileño de Canillas para Doctor Zhivago (1965) o los frescos pompeyanos de Golfus de Roma (1966).

Trabajó en grandes producciones, pero su escuela fueron producciones más bien modestas, en las que suplía la falta de medios con el ingenio. Esa fue siempre su forma de pensar y trabajar, y disfrutaba con ello, buscando una solución distinta para cada caso, sobre todo en los peplums como Los últimos días de Pompeya (1959), Las legiones de Cleopatra (1959) (1959), Las amazonas de Roma (1961) o Los siete espartanos (1962), donde además de completar decorados con sus cristales y chapas tuvo que mover legiones de muñequitos.

En El largo día del águila (1969) el bombardeo nazi sobre Inglaterra lo resolvió con una vista aérea de la ciudad pintada sobre papel, agujereado para simular con luces y humo la destrucción de las bombas. Y en el spaghetti-western Los locos del oro negro (1976), donde sólo había una torre de petróleo, llenó el paisaje de torres que humeaban. Emilio defendía el rodaje directo, sin fiar nada a la posproducción, y prefería rodar al aire libre, para fundir sus cristales y maquetas en mares, desiertos o montañas reales y así “reducir la mentira cinematográfica a la mínima expresión”, como le gustaba decir.

El descarrilamiento de la maqueta móvil del tren en Aquel maldito tren blindado (1978) y la explosión de la estación, una maqueta corpórea que ocultaba la estación real, acreditan el realismo y la espectacularidad de sus resultados. En esta película, donde apenas había un avión que volara, pintó una flota entera en el aeropuerto y luego los hizo volar, deslizando el cristal donde los había pintado.

Aprovechó las murallas de la Alcazaba de Almería para hacer el plano general de la ciudad de Conan, el bárbaro (1982), construida en maqueta corpórea y situada en primer término con su torre y su palacio. Para la maqueta de la fortificación de Dune (1984) aprovechó la escalinata y la puerta del parking del estadio de fútbol Azteca, en México DF. Un modesto aeródromo en Checoslovaquia se transformó con su arte en el aeropuerto de Berlín de La niña de tus ojos (1988).

Tal era la veracidad de sus trucajes que la mayoría de los documentales sobre el final del franquismo incluyen su recreación del atentado contra Carrero Blanco para Operación Ogro (1979). Para conseguir la impresión de realismo Emilio iba más allá de la realidad. Hacía “planos imposibles”, como el de Luz de domingo (2007), donde situó la estatua de la libertad y el puente de Brooklyn, ambos en maqueta corpórea, delante del skyline de Nueva York, pintado en chapa de aluminio y encajado en pleno puerto de Gijón. Puro cine.

Para De Laurentiis creó algunos de sus mejores trucos: las naves y ejércitos de Dune (1984), las fortificaciones y esculturas de Conan, el destructor (1984), el castillo y la escultura de la escuela de lucha de Red Sonja (1985), las maquetas del edificio y vistas de la ciudad de Los ojos del gato (1985), el puente levadizo de La rebelión de las máquinas (1986) y los barcos y maquetas de la ciudad de Cantón de Tai-Pan (1986). El productor italiano intentó retenerle en los estudios que había construido en Wilmington, pero Emilio quería estar con su familia y volvió definitivamente a España.

Siguió trabajando para producciones foráneas, como La Revolución Francesa (1989), donde recreó la Place de la Concorde y rellenó con muñecos y maniquíes la figuración que hacía de muchedumbre ante la guillotina. Aquí pudo reutilizar por primera vez sus maquetas, colgadas en primer término para completar las bases de los edificios que habían sido construidos en decorado, para conseguir con las mismas varios planos generales. Emilio estaba gozando de su virtuosismo, como lo prueban por esta época sus complejos trucos de agua para El puente de San Luis Rey (2004).

En el cine español de las últimas décadas Emilio hizo trucajes magníficos, destacando el citado aeropuerto de Berlín, el campo de concentración y los estudios UFA de La niña de tus ojos (1988), el París de La buena vida (1996), los trucos con piscina de El embrujo de Shangai (2002), el poblado de Guerreros (2002), el barco amarrado en el puerto de Barcelona de Soldados de Salamina (2003) y la ciudad de piedra de El laberinto del fauno (2006), entre otras muchas creaciones.

Emilio hizo valer las técnicas tradicionales del trucaje cinematográfico hasta ayer mismo –aún han de estrenarse Luz de domingo y Las mujeres del anarquista con sus últimos trabajos. Sus trucos, tan antiguos como el propio cine, aún resolvían con gran realismo toda clase de necesidades visuales. Pero su vasta experiencia y su riguroso conocimiento de disciplinas tan diversas como el dibujo, la perspectiva, la escala, el color, la escultura, la iluminación, los decorados y la fotografía, ya no estaba al alcance de cualquiera. Emilio soportaba sobre su persona todo su legado, él solo representaba el final de la artesanía cinematográfica en la época de la tecnología digital. Con él desaparece una forma de hacer y entender el cine.

Acompañarle durante este último año y ver el amor que ponía en su trabajo ha sido para mí una enseñanza inolvidable y un privilegio del que siempre le estaré agradecido. Hasta siempre, maestro.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

EL ROMANCE DE ASTREA Y CELDÓN

Nos llega el estreno de El romance de Astrea y Celadón, la nueva película de Eric Rohmer (Nancy, 1920), una adaptación de la novela-río de género pastoril L'Astrée, de Honoré d'Urfé, considerada el mayor legado de la literatura francesa del siglo XVII. A partir de una peripecia de la obra –la novela, publicada entre 1607 y 1629, tiene más de 5.000 páginas– Rohmer recrea los amores entre dos pastores en el mundo de ninfas, druidas y religión sincrética que idealizara d'Urfé, un autor de educación jesuita, alineado con la Liga Católica y la Contrarreforma.

Como en sus otras películas históricas –La marquesa de O, Perceval le Gallois, La inglesa y el duque y Triple Agente– Rohmer no viste el pasado con maneras contemporáneas, sino que se atiene a la historicidad del relato que adapta, que en esta ocasión le brinda uno de sus temas recurrentes: la fidelidad amorosa. El cine es su único vehículo contemporáneo, lo que hace que la película sea, en palabras de Rohmer, “una verdadera resurrección, un auténtico viaje en el tiempo”.

A su habitual economía de medios se suma esta vez un formato de pantalla cuadrada, la pantalla del cine clásico, que es hacia donde siempre ha tendido Rohmer. Rodada en película de 16 mm. y transferida a vídeo para respetar este formato en el tiraje de las copias de exhibición en 35 mm., la imagen adquiere así una suavidad pictórica que realza el protagonismo del paisaje de la época, el bosque de robles con su caudaloso río, fotografiado con su luz natural y con sus sonidos registrados en directo.


Con su ajustada composición de los encuadres Rohmer logra una vez más visualizar magistralmente el diálogo y, junto a la extraordinaria sencillez de las panorámicas, configurar el espacio y el tiempo de los personajes y su historia, la objetividad de su experiencia, el realismo incuestionable de la representación que confiere a sus películas su particular verdad y belleza y permite, a través de su transparencia, la reflexión sobre la temporalidad y la significación de los hechos narrados.


Es esta insólita transparencia la que se juega precisamente cuando Celadón ha de disfrazarse de mujer para acercarse a Astrea, porque el juramento impuesto por los celos de ella le impide aparecer ante los ojos de su amada. No mostrándose directamente Celadón, cuya alma cree Astrea que vaga por las riberas del río donde intentó ahogarse, anuncia su amor, y Astrea, no viéndole, ve el sentido que vacía la presencia y se ausenta de ella o en ella, el amor fiel que se le aparece como resucitado.
(¿No es esta dialéctica entre mostrar y desvelar el propio cine de Rohmer?)

Para Rohmer el amor remite antes que nada a la fidelidad. Su concepto de fidelidad amorosa es por entero cristiano, fidelidad que se remite a la palabra que dice “te amo”, o incluso que no lo dice, igual que la fe se remite a la palabra de Dios. Somos “una cultura de la fidelidad pura”, coincidiría con Jean-Luc Nancy, “fieles al sentido, al gesto mismo de la fidelidad”. Frente a la inconstancia y la pasión que representa el bardo, Rohmer reivindica con sus pastores enamorados la fidelidad y la razón, pero una fidelidad también apasionada, antipuritana y plena de erotismo.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

NATURALEZA MUERTA

Mientras tiene lugar la Mostra de Venecia, se estrena entre nosotros Naturaleza muerta, premiada con el León de Oro en la pasada edición del festival italiano. Más vale tarde que nunca. Su director, Jia Zhang-ke, es una de las voces más originales de la llamada Sexta Generación del cine chino. En los últimos años, mientras los cineastas emblemáticos de la Quinta Generación, Chen Kaige y Zhang Yimou, se enredaban en producciones espectaculares, Jia Zhang-ke ha estado rodando sigilosamente, sorteando la censura de su país, una serie de películas independientes de una desconcertante belleza.

Naturaleza muerta
narra dos historias paralelas en el marco del mayor proyecto hidroeléctrico del mundo, la presa de las Tres Gargantas del río Yangtsé. Allí llegamos de la mano de un hombre maduro que intenta recuperar a su esposa y de una mujer joven que afronta la separación definitiva de su pareja. Sobre la milenaria ciudad de Fengjie, ya sumergida bajo el agua, entre demoliciones, realojamientos y contaminación, mientras cambia el legendario paisaje y progresa la línea de almacenamiento del embalse, los personajes y sus historias emergen como un soplo de vida que resiste sin consuelo.


La poética de Naturaleza muerta nace de la voluntad de documentar la realidad, de donde surge la ficción como un epifenómeno, para aprehender la relación entre ésta y unos personajes que constituyen sus líneas de fuga. Desde la sobriedad de la puesta en escena, Jia Zhang-ke estructura su película a partir de unos títulos –“Cigarrillos”, “Alcohol”, “Caramelos”– que nombran los motivos que sirven a los personajes para comunicarse entre ellos, donde se cifra la posibilidad de su felicidad. Son motivos nimios, como los que componen las “naturalezas muertas” que retrata su cámara, objetos que pueblan la vida cotidiana, símbolos de la fragilidad de la vida, de su tránsito y disolución.


Los movimientos de cámara, como la extraordinaria espiral que inaugura la película, merodean por momentos entre personajes y paisaje, dislocando acción y observación en el dibujo de un tiempo extático que es el tiempo de la existencia, de la mera vida abandonada. La imagen, entre el naturalismo y el hiperrealismo, a veces provoca una sensación de irrealidad, potenciada por un elaborado universo sonoro cercano a la “música concreta”, que se evidencia con unos efectos digitales que hacen que una ruina despegue como un cohete o un ovni cruce el cielo sobre el Yangtsé.


Dentro de esa irrealidad, Jia Zhang-ke coreografía los movimientos de unos obreros ocupados en destruir una fábrica a la manera de los obreros de Metrópolis (1926) que ponían en funcionamiento la máquina-rejoj. Si el clásico de Fritz Lang, realizado en los albores del nazismo, escenificaba en su final una comunidad integradora como instancia de superación de la lucha de clases, Naturaleza muerta, tras el eclipse de las configuraciones históricas tradicionales, nos muestra que hasta las comunidades o los pueblos mismos están destinados a desaparecer con su legado en nombre del triunfo de la economía. Ya no hay tarea histórica que realizar, sino la exclusión y administración de la vida a cambio de una energía eléctrica de unos 84.000 millones de kWh al año. El testimonio de las Tres Gargantas queda –tremenda ironía– en el reverso de los billetes de banco que preside el rostro de Mao.


La imagen de la China del siglo XXI que ofrece Naturaleza muerta está muy lejos de ser triunfalista: impacto medioambiental y realojo de millones de personas, colapso burocrático y corrupción, trabajo esclavo y prostitución... Las autoridades chinas la califican de “deprimente”, pero no está en el ánimo de Jia Zhang-ke deprimir a nadie, ni complacer con la denuncia de unas situaciones que, por otra parte, para nada nos son ajenas. La sinceridad de la emoción no está libre de facilidades y falsificaciones, por ello se guarda de ser sentimental con una contención asombrosa.


No es tiempo de lamentos, parece decirnos, lo que no es óbice para que nos embargue una profunda melancolía, con su pronunciada inclinación al eros. El humor melancólico, atalaya privilegiada para contemplar el paso del tiempo, es una herramienta cultural de resistencia, como diría Walter Benjamin: sólo para quien ya no tiene esperanza ha sido dada la esperanza. De su “pintura de paisaje”, cuya traducción literal en chino es montaña y agua, destaca el exponerse de la vida, su amor difuso y vacío, dispuesto a colmarse.

martes, 4 de septiembre de 2007

DAVID CONTRA GOLIAT

David Trueba escribe hoy en El País un elocuente artículo bajo el título de Esa cosa llamada "cine español" que paso a reproducir a continuación:

A cualquier persona con dos dedos de frente nada le producirá más pereza que decir lo que es obvio. Y, sin embargo, mucho me temo que a veces es imprescindible hacerlo. En estos días se debate otra Ley de Cine, y se va a hacer bajo uno de los climas más hostiles que se recuerdan contra esa cosa llamada "cine español". Alguien me decía hace poco que cómo era posible que frente a la animadversión brutal a la que está sometido el cine hecho en España ninguno de sus profesionales levantara la voz para defenderse. Bueno, hay una razón evidente: ningún cineasta español está dispuesto a defender todo el cine español. Es más, a cualquiera de ellos una gran parte de la cosecha anual de películas le parece mediocre. Sería algo tan absurdo como que un pintor contemporáneo tuviera que defender toda la pintura contemporánea, o un periodista español toda la prensa española. Y hay que sumarle otro factor: el miedo. Los mayores ataques contra el cine vienen de grandes grupos mediáticos, empresariales, salas de exhibición, y enfrentarse a ellos puede dejar a un cineasta no sólo en paro, sino en una insoportable soledad. Nadie puede culpar a la gente por correr a guarecerse con la que está cayendo. Quizá porque llevo año y medio dedicado a terminar una novela, escribo esto con la distancia que me da no sentirme alguien del cine, al menos hoy.

Milos Forman dijo que las películas malas son el abono que permite nacer a las buenas. En ningún país del mundo se ha logrado evitar que un porcentaje elevado de sus películas sean fallidas. Si hubiera una fórmula para lograr el acierto artístico, estoy seguro de que alguien ya la habría patentado. Exigirle al cine español que no haga películas malas es como exigir a los hospitales que no haya muertos. El hecho de que buena parte de las películas estén amparadas por una ayuda pública que compense su difícil rentabilidad crea una comprensible incomodidad social. Pero en un país donde fundaciones, partidos políticos y empresas reciben ayudas millonarias, donde los medios de comunicación obtienen una fuerte inyección de dinero procedente de la publicidad institucional, parece algo triste que sea el teatro, la danza o el cine los únicos que tengan que avergonzarse del amparo estatal. Lo razonable sería que si Delphi o Samsung reciben subvenciones a cambio de generar puestos de trabajo en nuestro país, también se considerase como fuente de riqueza el vigor de la industria audiovisual.

Pero qué profunda pereza hablar de subvenciones. El ideal es suprimirlas, y para ello lo decente sería reformar el mercado hasta conseguir la igualdad de oportunidades. Menos paternalismo y más arrojo para llegar al origen del agravio. Somos el país del mundo que proporcionalmente más dinero entrega a la industria norteamericana, así que no es fácil que suelten el mordisco, sino que más bien la tendencia sea a comernos del todo. Lo natural sería preguntarse por qué están llenas nuestras escuelas, cursos y cursillos de jóvenes que aspiran a trabajar un día en esa cosa llamada "cine español" si es algo que no tiene derecho a existir. No sean idiotas, papás y mamás, que no les sigan sacando la pasta. Obliguen a sus chicos a buscarse otra vocación. No lo duden, montar un macroburdel es en nuestro país muchísimo más rentable, y sin embargo no hay 10.000 alumnos peleándose por acceder a algún máster que aleccione sobre tan antiguo oficio.

Pero donde decir lo obvio se hace más necesario llega ahora. ¿Es malo el "cine español"? Los historiadores consideran que el único momento de idilio entre la sociedad española y su cine se produce en los años de la Segunda República. Quizá el esfuerzo de entonces por dignificar la cultura popular no haya sido nunca superado. Hace 30 años comenzamos una transición política y económica, pero me temo que la educación y la cultura no eran negocio. Si algo caracteriza a obras maestras del cine español como El verdugo, Surcos, El pisito, Del rosa al amarillo, Viridiana, El extraño viaje, La tía Tula o Canciones para después de una guerra es que están hechas con precariedad de medios, ante la indiferencia de la población, con el desprecio de la élite y al margen de la estructura de explotación más poderosa. ¿Por qué ahora habría de ser diferente?

Una gran parte de la ofensiva contra esa cosa llamada "cine español" nace de su presencia en primera línea de protesta contra la invasión de Irak. No fue debido a una valentía particular. Una sociedad mayoritariamente sublevada contra una decisión del poder necesita de aquellos elementos con relevancia mediática para expandir su disgusto. Y ahí termina, porque sería penoso arrogarse una superioridad moral permanente o utilizar esa relevancia para capitanear toda causa, desde la razonable a la descabellada.

Pero hay una independencia del cine más molesta aún que esa no tolerada impertinencia política: es la independencia económica. Se ha hablado mucho de la figura del productor independiente. Se ha dicho que los productores españoles son la hez de la tierra. Puede ser. Tampoco sería novedoso que un productor fuera un empresario que quisiera enriquecerse por todos los medios. Lo raro es que un año nominaran a un productor de cine al Premio Nobel de la Paz. Ser productor independiente significa sencillamente estar al margen de las cuatro o cinco empresas que dominan toda la producción audiovisual del país, es decir, las que disfrutan de las concesiones televisivas, curiosamente también dueñas de los periódicos y radios, y quizá por ahí venga alguna razón que explique la unanimidad en los ataques a esa cosa llamada "cine español". Sería mucho mejor para estas empresas, y esto creo que lo van a entender ustedes, que gente como Almodóvar, Amenábar, Álex de la Iglesia, Fernando León, José Luis Cuerda, Jaime Rosales, Javier Fesser o Isabel Coixet fueran empleados suyos y no firmas independientes capaces de producir su propia película y a veces la de un joven debutante. Ésa es la verdadera independencia que se ataca, que hay que destrozar. La excusa política es momentánea, pasará. Pero la batalla económica, ésa no termina nunca.

Podemos seguir repitiendo obviedades hasta el día del juicio final, juicio que espero que sea más justo que el que en cada titular de periódico, comentario y tertulia recibe esa cosa llamada "cine español". ¿Es razonable el escarnio? Hombre, muchas películas lo merecen. Pero hay que juzgar las películas, no el cine. Cuando en un edificio se detiene a un criminal no se encarcela a todos los vecinos. Llama la atención que el lugar del mundo donde actores consolidados en el mercado internacional como Victoria Abril, Antonio Banderas, Penélope Cruz o Javier Bardem tengan que enfrentarse a más prejuicios y despelleje sea precisamente el país donde han nacido. También es digno de estudio, y no de encuesta en la calle, sino de análisis psiquiátrico, que esa cosa llamada "cine español" haya recibido en los últimos años cascadas de vituperios cuando ninguna cinematografía no angloparlante ha colocado más películas y profesionales, incluidos cortos y un documental, en la carrera por los Oscar, por citar sólo un premio que a todo el mundo le pone muy cachondo. Pero se me olvidaba: cualquier acierto o éxito de esa cosa llamada "cine español" es siempre tratado como una excepción. Por eso, el único elogio que se hace a una película española es: "No parece española".

Es difícil luchar contra los mitos. Sólo se puede invitar a la gente a mirar de frente. La industria del cine produce demasiado dinero y demasiada influencia como para renunciar a ella. Es imprescindible revisar el sistema para evitar el fraude, como en otros campos, pero sabiendo que nunca evitaremos los errores artísticos. No se trata de defender las malas películas, sino las buenas. Las que no pueden competir, las maltratadas y las que logran sobrevivir bajo las estrellas y años después son nuestro orgullo. Los futuros cineastas españoles van a ser mucho mejores que la mayoría de los actuales, pero sólo si les dejan explotar su vocación con libertad e independencia, aunque paguen con precariedad, inseguridad laboral y desprecio generalizado su atrevimiento. El que quiera un trabajo más cómodo, que se busque otra cosa.

Y pese a los insultos que nos dediquen en las tertulias del día, es de ley que defendamos con la cabeza bien alta, por ejemplo, que una actriz maravillosa como Marian Álvarez haya recibido el premio de interpretación en el Festival de Locarno, pese a que pocos lleguen a enterarse y, lo que es peor, a ver su película, abducidos por ese lugar común, esa bofetada sin riesgo de devolución y esa satisfacción despreciativa de los opinadores cada vez que insisten, regocijados en su superioridad, en la absoluta basura que es esa cosa llamada "cine español".

jueves, 30 de agosto de 2007

VALKYRIE

El rodaje en Berlín de Valkyrie, un thriller dirigido por Bryan Singer sobre el atentado frustrado contra Hitler del 20 julio de 1944, ha desatado la indignación en los círculos militares, religiosos y políticos alemanes porque Tom Cruise, el actor encargado de interpretar al coronel Claus von Stauffenberg, uno de los organizadores del complot, milita en la Iglesia de la Cienciología, una entidad religiosa bajo sospecha en Alemania.

El conde von Stauffenberg está considerado un héroe nacional por el fallido atentado que le costó la vida, ahorcado tras un juicio sumarísimo, cuando sólo tenía sólo 36 años de edad. Entre los conservadores alemanes, la figura de este aristócrata católico del Sur de Alemania representa la continuidad de los valores prusianos frente al nazismo –como si éste no fuera la consecuencia de aquellos– y posibilita la rehabilitación histórica de un país estigmatizado por su entrega a los designios de su Führer.


En realidad la mayoría de los conjurados del 20 julio eran individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich y oficiales descontentos por la marcha de la guerra. De hecho la Operación Walkiria había sido ideada en un principio por Heydrich, uno de los artífices de la Solución Final, y el mismísimo Himmler fue un potencial aliado de los conspiradores hasta que estos fracasaron.


Lo que les situó en la oposición no fue el exterminio de los judíos, sino el descontrolado afán belicista de Hitler, sobre todo tras la derrota de Stalingrado en diciembre de 1942, cuando el colapso del ejército alemán ya parecía inminente. Sus problemas de conciencia se reducían casi exclusivamente a la traición que cometían a sus juramentos militares, entre ellos el de su fidelidad al Führer.


Si hubiera prosperado el complot, su intención era negociar en plan de igualdad con los aliados, pidiendo el restablecimiento de las fronteras nacionales de 1914, con Lorena y Alsacia, la anexión de Austria y del País de los Sudetes e incluso la recuperación del Tirol meridional. Para el problema judío tenían una “solución permanente”, un Estado independiente en una zona colonial, en Canadá o Sudamérica, según se expone en los memorandos de Carl Goerdeler, el líder civil de la conspiración, citados por Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén.


Los alemanes ya tenían su película sobre von Stauffenberg, un producción de televisión dirigida por Jo Baier (Stauffenberg, 2004), aunque los títulos que abonaron la leyenda de una Wehrmacht desligada de los crímenes de Hitler se remontan a mediados de los años 50 del siglo pasado, coincidiendo con el ingresó de la República Federal de Alemania en la OTAN. La primera fue Almirante Canaris (1954), del antiguo director nazi Alfred Weidenmann, y la segunda Sucedió el 20 de julio (1955), dirigida por Pabst. En ambas los conjurados ya eran glorificados como heroicos patriotas.


Hasta los años 70 y 80, con Syberberg, Schlöndorf, Fassbinder y Reitz, el cine alemán no inició un auténtico examen de su pasado nazi, pero fue una modesta película de
Michael Verhoeven, La rosa blanca (1982), la que con mayor veracidad reflejó la fragilidad y el aislamiento de la exigua oposición al Tercer Reich, mostrando la hostilidad de la población hacia unos estudiantes católicos de Munich que morirían decapitados en febrero de 1943 por repartir unas octavillas antinazis en las que calificaban a Hitler de “asesino de masas”.


El mismo Verhoeven dirigió años después,
basándose en el libro autobiográfico de Anja Rosmus, La chica terrible (1990), una película menos convencional en la forma, deudora de Brecht, e igualmente honesta, donde una joven historiadora descubría cómo sus vecinos bávaros se habían fabricado un falso pasado antinazi al amparo de la nueva memoria de la posguerra. Shlomo Sand, en su gran libro El siglo XX en pantalla, ha destacado justamente el valor estas dos películas poco reconocidas.


Hanna Arendt reconoce que hubo individuos en todas las capas de la sociedad cuya capacidad de distinguir el bien del mal permaneció intacta, que se opusieron al régimen y jamás padecieron “crisis de conciencia”, aunque no se sabe cuántos fueron, ya que sus voces rara vez fueron oídas. En su citado libro sobre Eichmann previene ante la tentación de glorificar a los conspiradores del 20 de julio de 1944 trayendo a colación un fragmento de Diario de un desesperado de Friedrich P. Reck-Malleczewen, ejecutado en el campo de Dachau, que resume así:


“Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Vosotros fuisteis ... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora, le habéis traicionado... Ahora, que el fracaso ya no puede ocultarse, traicionáis la empresa en bancarrota, para tener una coartada que os proteja... Sois los mismos que traicionaron cuanto os impedía el acceso al poder”.