El estreno de Las 13 rosas, la película de Emilio Martínez-Lázaro sobre el grupo de muchachas fusiladas por la represión franquista al poco de finalizar la guerra civil, ha coincidido en el tiempo, prácticamente, con la aprobación en la Comisión Constitucional del Congreso de la Ley de la Memoria Histórica, con la que se pretende saldar la deuda pendiente del Estado con las víctimas que padecieron violaciones de derechos humanos y nunca obtuvieron reparación, y la beatificación en el Vaticano de 498 “mártires” de la misma guerra, con la que la Iglesia insiste en humillar a los vencidos y silenciar su papel de verdugo durante el franquismo.
La película de Martínez-Lázaro obedece a un deber de la memoria: “Cuando todo esto haya pasado, alguien tendrá que recordarlo”, dice su frase publicitaria. Intenta paliar la supuesta amnesia del cine español a propósito de nuestro pasado histórico sin remitirse metafóricamente al presente, aunque la oportunidad de su realización sea una referencia implícita al actual contexto cultural y político. Su contribución a la formación de la conciencia pública del pasado, con su sincera compasión hacia las víctimas inocentes, acaso debiera hacernos pensar por qué faltaron en la transición política películas como esta, si es que faltaron, o si su reaparición hoy viene a demostrar precisamente la necesidad de una ley que por fin intenta reparar la injusticia y el olvido.
Una relación con el olvido que procure simplemente restituirlo a la memoria para construir con él otra tradición y otra historia, la de los oprimidos y vencidos en este caso, resulta a la postre insuficiente, porque se escribe con herramientas que no difieren sustancialmente de las empleadas por los opresores y vencedores. Marínez-Lázaro lo tiene en cuenta, se esfuerza en dotar de complejidad a su fresco histórico, contener las facilidades de la emoción y permanecer fiel a lo que debe quedar como inolvidable, pero estar al servicio de la memoria apenas basta para que la verdad histórica logre decir algo, pues la medida del olvido excede largamente la piedad de nuestra conciencia.
A propósito del fascismo, Adorno se preguntó sobre la creciente imposibilidad de representar lo histórico. Criticaba la psicología en su empeño por justificar la inhumanidad de la historia haciéndola humanamente comprensible, porque la realidad social y política ya no era interpretable desde motivaciones humanas. Tampoco los arquetipos de la épica le parecían ya plausibles, por simplistas. Sostenía que la absoluta falta de libertad del fascismo podía conocerse, pero no representarse. Si ésta aparecía, como en la alabanza de la resistencia heroica, cobraba el rasgo avergonzado de una promesa imposible. “El único objeto hoy digno del arte, lo puro inhumano, escapa a él en su exceso e inhumanidad”, sentenció a modo de conclusión.
A propósito del cine y la memoria recomiendo el último libro del guionista de Las 13 rosas, el novelista Ignacio Martínez de Pisón, un pequeño volumen titulado Las palabras justas. El libro se compone de siete textos, publicados originariamente en la prensa, que pertenecen al género del reportaje, salvo el dedicado a Ramón J. Sender, concebido en principio como prólogo para una edición de Casas Viejas. Cada uno de sus “relatos reales” contiene una película imaginaria.
Las palabras justas se abre con el relato de dos maestras que en los primeros meses de la posguerra coincidieron en la cárcel madrileña de Ventas, una como directora de la prisión y la otra como reclusa. El lector reconocerá aquí un esqueje del guión de Las 13 rosas relacionado con el personaje que en la película interpreta la actriz Goya Toledo. Otro relato desgrana varias historias alrededor del esplendor y la decadencia de la estación internacional de Canfranc, donde se presenta a un maestro republicano, que había aprendido latín en sus años de seminarista, trabando amistad con el comandante alemán, antiguo profesor de lenguas clásicas en Heidelberg, que estuvo al mando de la parte francesa de la estación internacional durante la ocupación de Francia. El maestro se llamaba Miguel Labordeta, padre de José Antonio, el cantautor y diputado.
Otro de los relatos tiene por protagonista al novelista norteamericano John Dos Passos, que a través de una fundación privada con sede en Nueva York, el New World Resttlement Fund, ayuda a los exiliados anarquistas españoles a rehacer sus vidas en un monte perdido de Ecuador. Esta historia debió encontrarla Pisón en el momento de escribir su novela más conocida, Enterrar a los muertos, donde novela la investigación llevada a cabo por Dos Passos del asesinato de su traductor José Robles Pazos a manos de los servicios secretos soviéticos en tempos de la Guerra Civil. Otras historias reviven la visita del escritor italiano Leonardo Sciascia a las ruinas de Belchite, donde Musolini envió luchar a sus paisanos, o el periplo de Lidia Kúper, la traductora de la edición de Guerra y Paz del Taller de Mario Muchnik, que en 1939 abandonaba España en un avión con los últimos consejeros soviéticos de la Segunda República.
El libro se cierra con un relato titulado El policía de la foto, donde se descubre la identidad de Alfredo Castellón, realizador de televisión y autor de teatro y literatura infantil, que aparece en una famosa foto tomada el 22 de febrero de 1959 en Collioure junto a un nutrido grupo de poetas antifranquistas que conmemoran el vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado. Carlos Barral, en el segundo volumen de sus memorias, Los años sin excusa, tomaría a Castellón por un policía enviado por el gobierno para espiarles, lo que no era cierto. Verdad, memoria y vida vuelven a entrelazarse en este nuevo, pequeño pero apasionante libro del autor de El tiempo de las mujeres, aquella gran novela sobre el telón de fondo de la transición democrática que también podría dar para una película.
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