viernes, 28 de septiembre de 2007

EN LA CIUDAD DE SILVIA

Todas las películas de José Luis Guerín (Barcelona, 1960), desde el relato iniciático de Los motivos de Berta (1984), son películas sobre el propio cine, sobre cómo filmar o seguir filmando. En Innisfree (1990) rastreó las huellas de la arcadia de John Ford en los lugares donde éste rodó El hombre tranquilo; en Tren de sombras (1996) creó una película dentro de la película como fragmentos de una realidad recobrada; y En construcción (2001) fue la transformación social de una ciudad la metáfora o el pretexto para documentar el propio proceso de filmar la realidad. En En la ciudad de Silvia, el último capítulo, por el momento, de su particular indagación en las razones del cine, Guerin aborda directamente, despojándose de todo accesorio narrativo, el motivo central de la mirada.

Un joven que busca a una mujer que conoció años atrás en la ciudad de Estrasburgo es su argumento mínimo. A Guerín le basta mantenerlo como enunciado, sin desbordarlo, para proponer al espectador un cara a cara con el dispositivo que genera esta búsqueda, con su puesta en imagen (y sonidos). Aquí un leve desplazamiento de la cámara, la mayor o menor coincidencia de dos miradas son matices que abren un mundo. Gravitando sobre el mito renacentista de la mujer intangible, sobre la idea de la mujer que Petrarca inaugura en el Canzoniere, Guerin busca en la revelación del rostro que persigue su protagonista la revelación del propio cine.

Los rostros que el joven esboza en su cuaderno son rostros sin expresión, sólo contornos, sin ojos, ni nariz, ni boca. Cuando busca entre la gente de la ciudad la apariencia de su recuerdo, sólo encuentra ojos que se evitan por pudor, que se encuentran con descaro, o los rasgos endurecidos por el carácter, como si fueran fotogramas de una película perdida. “La ciudad de Silvia”, escribe entonces en su cuaderno, porque su solo nombre lo abarca todo, como la Laura de Petrarca. Nunca la dibujará, aunque se le aparezca, porque no es nadie en concreto. Es el testimonio de todos los nombres perdidos, y el cine sería la forma de explorar esta pérdida, de apoderársela.

Cuando ella por fin aparece, la ciudad cristaliza a su alrededor, como la ciudad que irrumpía ante en los amantes de Amanecer, el clásico mudo de Murnau. Su rostro es la única ciudad posible, su sola apariencia, abierta y atrincherada al tiempo, se convierte en el lugar de todos los afectos. No se trata de lo que hay detrás de la turbación de su rostro, se trata de su mismo aparecer, de su emergencia y disimulación ante el joven que la persigue para confirmar su recuerdo, del inagotable juego de la ausencia, de su silencio y vacío legendarios, donde el cineasta marca las propias huellas de su escritura. El rostro de Pilar López de Ayala, como el de la Juana de Arco de Dreyer, es la pasión del cine, el umbral de su impenetrable belleza.

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