lunes, 30 de junio de 2008

LA ÚLTIMA SESIÓN


El domingo 22 de junio asisto con un amigo a la última sesión del Palacio de la Música de la Gran Vía madrileña. Muy poca gente se acerca a comprar la entrada. La taquillera parece triste por tener que abandonar la estrecha garita desde donde ha visto desfilar una porción de mundo.

El Palacio se inauguró el 13 de noviembre de 1926 con un concierto dirigido por el maestro Lasalle, y al día siguiente se proyectó La venus americana, una de las primeras películas de la actriz Louise Brooks. En su fachada figura el nombre del arquitecto, Secundino Zuazo Ugalde. Las vitrinas que dan a la calle están desnudas de carteles.

El acomodador habla con una persona más joven que él, seguramente un familiar, porque tienen las mismas orejas. Al parecer le ha invitado a ver la proyección, y le está recomendando la película, Antes que el diablo sepa que has muerto. Luego nos conduce a nuestras butacas, en la fila trece. Enciende su linterna, aunque no hace falta. La sala tiene todas sus luces encendidas.

Cuento los espectadores, once, y le pregunto al acomodador si nos podemos sentar en una fila más cercana a la pantalla. No, de momento tenemos que ocupar las butacas que nos corresponden, responde. Luego, cuando se apaguen las luces, podemos elegir el sitio que queramos. Haber sito va a haber, dice yéndose.

Contemplo la sala casi vacía del palacio, tres plantas con cerca de dos mil butacas. Las volutas barrocas de la ornamentación, las formas sinuosas de la planta principal y la platea, el círculo abovedado de donde una vez colgó la lámpara de araña. Se apagan las luces y comienza la sesión.

La película arranca sin que le preceda publicidad. Es una película luctuosa, rodada en digital por uno de los últimos maestros del cine americano, Sidney Lumet. La lámpara del proyector, mortecina, tiñe de un color parduzco la proyección.

Cuando termina la película, mi amigo y yo le damos la espalda a la pantalla y, mientras suena de fondo la música del rodillo, echamos una última mirada a la sala. Nos llama la atención unas personas que se fotografían posando en el pasillo. Están alegres. ¿Quiénes son?, le preguntamos al acomodador. Son los que han comprado el cine, responde.

Siguen contentos haciéndose fotografías, como los cazadores después de cazar al elefante. Vamos a cerrar, avisa el acomodador mientras revisa una a una las filas. Se cierra el telón. Ya en la calle los coches pitan celebrando la victoria de España en los cuartos de final de la Eurocopa.

domingo, 22 de junio de 2008

DERECHO LABORAL


A finales del siglo XIX las cámaras de los hermanos Lumière retrataron a los obreros que salían de las fábricas para disfrutar del escaso tiempo libre que les quedaba tras una jornada laboral interminable. Todavía no habían conquistado las 48 horas de trabajo semanal que la Organización Internacional del Trabajo consagró como un derecho social, tras años de luchas sindicales, en 1917, el mismo año en que la revolución bolchevique trajo su promesa de emancipación universal a la clase trabajadora industrial, que estaba protagonizando las transformaciones sociales y políticas de la época.


“¡Qué largas pueden ser diez horas!”, exclamaba el joven protagonista de Metrópolis (F. Lang, 1927) tras pasar un día en la fábrica propiedad de su padre. El tiempo del burgués no era el del proletario, sometido por el monstruoso reloj que presidía la actividad de la industria. Años más tarde Chaplin, que aún representaba la condición humillada del trabajador con su personaje de vagabundo, puso el sonido del tic tac de un reloj sobre los títulos iniciales de Tiempos modernos (1936), donde su personaje era literalmente engullido por la máquina de una fábrica en la que hasta las visitas al lavabo estaban cronometradas.


Tras la segunda guerra mundial, De Sica dirigió Ladrón de bicicletas (1948), el drama de un hombre en busca de empleo, trasladando la idea de que el derecho al trabajo era un derecho fundamental y que la sociedad debía garantizarlo o cubrirlo con subsidios ante la eventualidad del paro, un derecho sobre el que Europa construyó a partir de los años cincuenta una de las bases del Estado del bienestar (Shlomo Sand, El siglo XX en pantalla). Luego los proletarios del free cinema inglés nos enseñaron, en películas como Sábado noche, domingo mañana (K. Reisz, 1960), la molicie cotidiana de un modelo social transformado en sociedad de consumo de masas. Mayo del 68 vino a denunciar esta “nueva pobreza” en el corazón de la abundancia, pero no fue más allá. Su esperanza social quedó frustrada, como reflejó poco después Godard en Todo va bien (1972).


En los años ochenta, el auge del capitalismo global, coincidiendo con la debacle de los sistemas llamados comunistas, impone la deslocalización y los despidos masivos, y la sociedad del bienestar se resquebraja. Aparecen los obreros sin trabajo del cine británico, desde Lloviendo piedras (Ken Loach, 1993) y Desnudo (Mike Leigh, 193) hasta su conversión en espectáculo en Full Monty (Peter Cattaneo, 1997). La clase obrera no va al paraíso, sino que abandona el escenario de la Historia con la resignación de los otrora grandes sindicatos de clase.


Mucho ha llovido desde la mítica película de De Sica para que los ciudadanos tengan que volver a enfrentarse en total soledad, como el protagonista de Ladrón de bicicletas, con esa “divinidad irascible y absolutamente misteriosa”, en palabras del catedrático de Derecho Laboral Umberto Romagnoli, que vuelve a ser el mercado de trabajo. Así será gracias a los ministros de Trabajo de la Unión Europea, que han dado luz verde –por esta vez, con la oposición española– a una directiva que permite a cada Estado miembro modificar su legislación para elevar la semana laboral vigente de 48 horas hasta 60 horas en casos generales y a 65 para ciertos colectivos como los médicos.


La directiva consagra el opting out británico, que ha ejercitado el Reino Unido desde el año 1993 y permite que cada trabajador pueda pactar con su empresario “libremente” el tiempo de trabajo, lo que en la práctica aboca a los trabajadores a asumir cualesquiera exigencia de los empleadores. La deriva antisocial que anunciaron los cineastas británicos parece ya imparable en Europa. La erosión de los poderes legislativos del parlamento europeo, que se limita a ratificar las disposiciones emanadas de los órganos ejecutivos, a semejanza de lo que ya viene ocurriendo de largo en los parlamentos nacionales, bendice un poder “gubernamental” por encima de la división de poderes que funda, o fundaba, la democracia, y de espaldas a los ciudadanos.

domingo, 15 de junio de 2008

LA VERGUENZA


Vengo de ver Aritmética emocional, la película de Paolo Barzman, basada en la novela homónima de Matt Cohen sobre el reencuentro de tres supervivientes de Drancy, el campo de reclusión instalado por los alemanes en las afueras de París durante la II Guerra Mundial.

La película resulta algo ampulosa, afectada en su gravedad. Claro que es muy difícil no dejarse afectar por la gravedad del argumento que trata: la memoria, el olvido, el sufrimiento y el duelo de la experiencia del exterminio nazi. Pero es encomiable encontrarse ante una película que se atreve mirar aquella experiencia intolerable, inasumible.

Viendo a los actores que la protagonizan –Susan Sarandón, Gabriel Byrne y Max Von Sydow en los papeles de los supervivientes, y Christopher Plummer y Roy Dupuis como el marido y el hijo del personaje de Sarandon– he sentido la vergüenza del exterminio, también la vergüenza de los propios actores ante los personajes que debían encarnar, incluso la mía propia como espectador.

El filósofo Emmanuel Lévinas (1906-1995) escribió que la vergüenza no tiene que ver en realidad con el sentido de culpa (la vergüenza por haber sobrevivido a otro), ni procede de una carencia de nuestro ser, sino que se basa en la imposibilidad de nuestro ser para romper consigo mismo.

“Lo que aparece en la vergüenza –escribe Lévinas– es pues precisamente el hecho de estar clavado a sí mismo, la imposibilidad radical de huir de sí para ocultarse a uno mismo. La desnudez es vergonzosa cuando es la patencia de nuestro ser, de su intimidad última. Y la de nuestro cuerpo no es la desnudez de una cosa material antitética al espíritu, sino la desnudez de nuestro ser total en su plenitud y solidez, de su expresión más brutal de la que no es posible dejar de tomar nota.”

A propósito, Lévinas recuerda el silbato que se traga Charlie Chaplin en Luces de la ciudad, haciendo que aparezca "el escándalo de la presencia brutal de su ser". (La secuencia está a partir del minuto 6 del extracto).


El silbato, escribe Lévinas, “es como un aparato registrador que permite captar las manifestaciones intermitentes de una presencia que, por otra parte, apenas disimula el legendario traje de Charlot... Es nuestra intimidad, es decir nuestra presencia ante nosotros mismos, lo que es vergonzoso. No revela nuestra nada, sino la totalidad de nuestra existencia... Lo que la vergüenza descubre es el ser que se descubre.”

Continuando el pensamiento de Lévinas, Giorgio Agamben ha escrito que los supervivientes de los campos no se avergüenzan por haber sobrevivido, sino que es la vergüenza la que les sobrevive a ellos, la que, “como un apóstrofe mudo que vuela a través de los años”, llega hasta nosotros y “testimonia” por ellos. La vergüenza, en este sentido, “tocaría algo como una nueva materia ética”.

Por su parte, Slavoj Zizek recupera la noción de "responsabilidad ante el rostro del prójimo" propuesta por Lévinas ilustrándola con las muecas de Jerry Lewis, interpretadas como un “intento desesperado del sujeto avergonzado de borrar su presencia, de salir de la mirada de los demás”, o refiriéndolas a Edipo, que, tras la vergüenza de experimentar la exhibición de la verdad de su ser, se saca los ojos porque no soporta la mirada del Otro leo en Mario Pérez.


sábado, 7 de junio de 2008

DINO RISI


Lloramos la muerte de Dino Risi, fallecido ayer a los 91 años de edad. De los padres de la llamada “commedia all’italiana”, tan sólo Mario Monicelli, a sus 93 años, aguanta con insólita vitalidad: su última película, Le rose del deserto, data de 2006. Podríamos añadir el nombre de Ettore Scola, pero en verdad es una especie de tío, más joven que los patriarcas de la “commedia”, un director que sobrevivió al colapso del género, a finales de los años 70 del siglo pasado, madurando una obra personal. Pero su raíz estaba con ellos, como guionista de películas como Il sorpasso (La escapada, 1962) o I Mostri (Monstruos de hoy, 1963), dos de las obras maestras, precisamente, de Dino Risi.

La “commedia all’italiana” no fue tomada en serio por la crítica italiana hasta los años 80, cuando ya no quedaba ni su sombra. En su época de esplendor, los años 50 y 60, la crítica oficial de izquierdas prefería ensalzar algunos epígonos groseros del neorrealismo antes que valorar las comedias de Luigi Comencini y compañía. Algo parecido pasaba en España, donde se prefería el cine de Bardem al de Berlanga. Sin embargo, si hubo un cine que realizó el concepto de la “cultura nacional-popular” preconizado por el teórico marxista Antonio Gramsci, éste sería justamente el que representó la “commedia all’italiana”.

Mientras los autores pioneros del neorrealismo ampliaban los horizontes estilísticos del cine italiano –con Rossellini, también incomprendido, a la cabeza– los directores y guionistas más sagaces de la “commedia” traducían los presupuestos de aquel movimiento a un género de gran impacto popular que, bajo su apariencia “ligera”, podía burlar con más facilidad la vigilancia de la censura y ofrecer a cambio, como de contrabando, algunos de los dibujos más incisivos sobre la evolución de la sociedad italiana desde la posguerra hasta el boom económico.

Risi fue especialmente audaz en películas como Una vida difícil (1961), una despiadada crónica que abarca desde los años de la Resistencia hasta la Italia del bienestar de los años 60, con un atípico Alberto Sordi, idealista e íntegro, dándose de bruces contra la evolución de una sociedad cínica y corrupta. Aquella Italia ya se vislumbraba en el negro retrato de los orígenes de fascismo que ofreció, un año después, en La marcha sobre Roma (1962), con Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi de antihéroes. Tras el pesimismo de estos frescos históricos, Risi daría lo mejor de sí mismo en Il sorpasso, el feroz road-movie sobre el “milagro económico”, con Gassman haciendo de oportunista sin escrúpulos ante el débil e introvertido joven encarnado por Jean-Louis Trintignant.

Risi hizo una nueva demostración de su virtuosismo en I Mostri, una fulminante sátira de los vicios modernos de los italianos a través de veinte episodios llenos de ritmo y agresividad. El historiador Gian Piero Brunetta dijo de él que era el autor de la “commedia” que “menos espacio concede a los buenos sentimientos”, como aún se puede comprobar en la última de sus grandes películas, la crepuscular Perfume de mujer (1974), otra vez con un inconmensurable Gassman como protagonista.

En los últimos años Risi se refugió en la escritura. Admirador de Philip Roth, John Fante y Raymond Carver, su mirada sarcástica se volcó en libros de epigramas y escritura aforística como Italiani siate seri! (1993), Versetti sardonici (1995) y Vorrei una ragazza (2001). “El cine: una mujer desnuda y un hombre con la pistola”, escribió en uno de ellos.