domingo, 25 de mayo de 2008

CHABROL


Encontrarse en la cartelera con una nueva película de Claude Chabrol, más o menos con la regularidad con que las sirve, es un momento gozoso que se repite cada uno o dos años, como el reencuentro con un amigo que vive lejos y cada tanto se acerca a vernos para recordarnos que estamos donde estábamos, un poco más viejos, seguramente, pero más sabios. Dichosos de vernos y de mirar desde la distancia justa –la distancia crítica, cada vez más precisa– la lucha por el poder, las relaciones de clase y los juegos de seducción que se desatan entre éstas. El espectáculo, que continúa.

El viejo zorro de la Nouvelle Vague desafía el tiempo con cada película, dando una nueva vuelta de tuerca a sus preocupaciones, que son las mismas de hace cincuenta años, cuando empezó a filmar, aunque las apariencias cambien con el tiempo. Cambian, pero siempre engañan y traicionan a los mismos incautos. El cronista de la provincia burguesa vuelve sobre sus pasos con una fábula corrosiva, La Fontaine convertido en entomólogo, donde una familia adinerada, una vieja gloria del Goncourt y una joven presentadora de la televisión local, la víctima propiciatoria, nos invitan a un baile de máscaras.

Los personajes de la fauna social, como en Brecht, develan su gestus, en sus máscaras y tras ellas, en una película que arranca con un croma verde, el telón crudo del mundo mediático, lleno de trucajes y gestos al vacío. La meteorología es una proyección tras una cara bonita, ingenua, inocente, “íntegra, pero con la tentación de dividirse”, explica Chabrol de la heroína que encarna el título, Una chica cortada en dos. Su madre es librera, pero ella se jacta de no haber leído un libro. También la cultura se revela como un arma de clase.

Aunque el punto de partida sea el asesinato de un famoso mujeriego a principios del siglo XX, un suceso llevado al cine por Richard Fleischer en La chica del trapecio rojo, en esta película antiromántica las perversiones no las llegamos a ver nunca, aunque Chabrol nos las deja imaginar nítidamente, parándose a las puertas de sus lugares secretos. Podría ser una puesta al día de La mujer y el pelele, cuya primera edición regala el escritor maduro a la joven presentadora. Por tanto, una película, también, sobre el imaginario masculino y los arquetipos femeninos que éste genera, aunque no los soporte: aquí a la chica “entregarse” le sale caro.

Chabrol afina su estilo yendo al grano de la historia con elipsis a cuchillo, exprimiendo en cada plano el jugo de la puesta en escena, su juego endiablado. Baste ver lo que hace con la imagen recurrente de la mano que los personaje van poniendo sobre el hombro del otro, una imagen que siembra más inquietud que amparo. Su mirada socarrona sobre la naturaleza humana vuelve a recordarme a la de Buñuel, aunque Chabrol con el surrealismo sólo coquetea. Por ejemplo al final, con la heroína refugiada en un teatro con su tío, que la ha rescatado para protagonizar un viejo truco de ilusionismo. Un viejo truco de feria, por fin sin dobleces, que la hace reconocerse a sí misma.

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