domingo, 18 de febrero de 2007

BUSTER KEATON


Se ha reeditado la biografía de Buster Keaton, Slapstick, en la colección Blanco y Negro de Ediciones Plot. La escribió en 1960, seis años antes de morir, cuando ya había abandonado la bebida, se había recuperado de su ruina económica y llevaba dos décadas felizmente casado con Eleanor Norris, una ex bailiarina veintitrés años más joven que él. Aunque quiso dar una imagen vitalista de sí mismo, la lectura de sus páginas, cruzadas por un humor melancólico, revelan con impotencia el triste, casi trágico declive del que fuera una de las grandes estrellas de la edad de oro de la comedia silente y uno de los mejores directores de cine de su época.

Joseph Frank Keaton (Pickaway, 1895) creció en el vodevil. A los cuatro años se le conocía como “la bayeta humana” por la forma en que su padre lo lanzaba de parte a parte del escenario, curtiéndolo en acrobacias y control corporal. De ahí su apodo “Buster”, que significa porrazo. Cuando el joven Keaton llegó a Hollywood a finales de la década de 1910 el cine era un negocio también joven y floreciente y el mundo le pareció un lugar “tan libre de preocupaciones y excitante” como nunca antes ni después se lo parecería. Tras un rápido aprendizaje con el actor cómico y director Roscoe “Fatty” Arbuckle, Keaton empezó a dirigir sus propias películas de 2 rollos, creando gags sobre la marcha y controlando todo el proceso creativo al frente de un equipo de fieles colaboradores y amigos.


Keaton fue el hombrecillo que nunca sonría, un ser aparentemente insignificante que sorprendía, abriéndose paso en las situaciones más descabelladas y peligrosas, por la determinación absoluta de sus deseos. El público se identificó con él porque lo sentía próximo y cautivador. En el fondo era un romántico solitario, muy del gusto de las clases populares que llenaban los cines. Como director fue un gran técnico. Emplazaba la cámara como un arquitecto para desplegar su dominio del timming de la comedia. Sus gags visuales, con dobles exposiciones y audaces movimientos de cámara, aún hoy nos dejan boquiabiertos, y en algunas de sus películas incluyó sugestivas reflexiones, siempre divertidas, sobre la propia naturaleza del cine (El cameraman, El moderno Sherlock Holmes).


Al contrario que Lloyd o Chaplin, con mejor vista para el negocio, Keaton se desprendió de su propio estudio para hacer largometrajes en el próspero estudio de la Metro Goldwyn Mayer en Culver City. Su forma libérrima de crear empezó a sufrir restricciones. Luego, la revolución del sonoro, un matrimonio fallido y ruinoso y el whisky terminaron con su despido cuando sólo tenía 38 años. Entre curas de desintoxicación y tratamientos de sulfuro, Keaton sobrevivió actuando en cortos educativos, clubs nocturnos, teatros de verano, circos europeos, en algún largometraje ocasional, como invitado en televisión y haciendo anuncios para Alka-Seltzer y otras compañías.


Finalmente consiguió un empleo como creador de gags o asesor de comedias por 100 dólares a la semana en el mismo estudio en el que una vez había sido una estrella de 3.000 dólares a la semana. Al poco tiempo le subieron el sueldo a 300 y le permitieron trabajos esporádicos en largometrajes a 1.000 dólares la sesión. En 1957 Paramount le pagó la nada despreciable cifra de 50.000 dólares por llevar su biografía a la pantalla (
The Buster Keaton Story), pero el resultado no le satisfizo. Quizá por eso escribió las memorias que ahora se reeditan, "un libro que se parece más a la biografía que a Keaton le huberia gustado filmar sobre su vida que unas memorias al uso", como escribe Jonás Trueba en el epílogo.

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