sábado, 17 de mayo de 2008

MEMORIAS


La memoria histórica, es decir, las representaciones colectivas del pasado tal y como se forjan en el presente, gestionada por los poderes públicos y propalada por los medios de comunicación, se ha transformado en una “obsesión conmemorativa” que recientemente nos ha enfrentado a dos sucesos de muy distinto signo, la sublevación madrileña del 2 de mayo 1808, un acontecimiento anclado en la mitología nacionalista característica del siglo XIX, y la rebelión de mayo de 1968, un jalón de la más reciente modernidad.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, con la financiación de Caja Madrid, ha promovido un bicentenario propagandístico, bajo el lema “Nación y Libertad”, empeñada en sostener que el estado español tiene 500 años. “Los hombres y mujeres que lucharon y murieron el 2 de mayo de 1808”, ha dicho en la inauguración de la conmemoración, “sabían que España era una nación muy antigua, sabían que España era su patria y sabían que compartían una cultura, unos valores y unas creencias con los otros doce millones de los entonces españoles”. Un guión franquista.

Para fabricar una tradición “gloriosa” se utilizan e interpretan unos hechos en menoscabo de otros. Por ejemplo, se silencia el infausto papel que desempeñó el clero y la monarquía en aquel conflicto, y que las tropas francesas eran aliadas y entraron en España bajo tratado y con cobertura jurídica y política. La visión oficial no puede tener aristas, aunque basta ver los grabados de Goya para comprobar la mezquindad y el sufrimiento de aquella guerra. El bicentenario tendrá su película, El Dos de Mayo, dirigida por José Luis Garci y financiada por la Comunidad de Madrid con 16 millones, esperemos que con un guión menos franquista que el que recita su generosa patrocinadora.

Sobre la rebelión de mayo de 1968 la derecha europea ha lanzado, sin perspectiva, una andanada exagerada. “La herencia de Mayo del 68 ha liquidado a la escuela”, dijo Sarkozy, y la derecha española no ha tardado en copiarle la ocurrencia en un documento donde además califica las ideas que lo inspiraron de “funestas, hipócritas y fracasadas”. Entre nosotros Mayo del 68, en plena dictadura, fue especialmente crudo. Empezó en febrero, con las universidades convertidas en espacios públicos de protesta política y cultural contra la dictadura, y culminó enero del 69, con el decreto del estado de excepción tras la muerte del estudiante Enrique Ruano a manos de la policía, un asesinato maquillado por el ministro de Información Fraga Iribarne y periodistas del pelaje de Alfredo Semprún.

Mayo del 68 es una experiencia todavía demasiado cercana y, aunque hoy se pueda rastrear su influencia en la emancipación de las mujeres, la normalización de la homosexualidad, el ecologismo o las ONGs, no tolera bien la “obsesión memorialista”, su transmisión manipulada y ritualizada. No puede formar parte de un “relato fuerte” si no es el que pretenden sus detractores, entre ellos algunos conversos de aquella revuelta, antiguos extremistas integrados en el nuevo orden mundial de la cultura de masas, que trivializan sus propios excesos.

La significación antiautoritaria y heterodoxa de Mayo del 68 no sirve para construir la nueva “religión civil” de la memoria instrumental. Su insumisión, tanto frente los poderes establecidos como a la izquierda oficial, se escenificó como un rechazo de las razones de la experiencia, a su jerarquía y autoridad, que consideraban falsa y expropiada. Antes que “transformar el mundo”, se trataba, ante todo, de “cambiar la vida”, antes el tiempo que el espacio, más Rimbaud que Marx, “la conciencia revolucionaria de hacer saltar el continuo del tiempo” que diría Walter Benjamin. Por ello Mayo del 68 se ha descrito muchas veces como una “interrupción” de la historia.

Las veces que el cine ha retratado con mayor fortuna el Mayo del 68 se observa esta interrupción de la cronología. Incluso Grands Soirs et petits matins, de William Klein, siendo una crónica diaria de los anhelos, malentendidos y abandonos de los huelguistas y estudiantes del mayo francés, montada y exhibida diez años después de filmar los acontecimientos, reaparecía para recordarnos que sus fantasmas podían volver en cualquier momento. Por su parte, Louis Malle tradujo el espíritu antiautoritario de la revuelta en una fábula sensual y libertaria llena de ironía retrospectiva, Milou en Mayo. Su ambiente campestre y atemporal apuntaba en realidad a otra experiencia del tiempo, aquella que señala que la cuna original del hombre es el goce. Más recientemente, Philippe Garrel nos ha ofrecido un balance fidedigno de las esperanzas colectivas perdidas, y de su vivencia individual, frágil y volátil, en Les Amants réguliers. Historia de revolucionarios y amantes en 1968 y un año después, Garrel retrata la revuelta “milagrosa” y la orfandad final de sus protagonistas, incapaces de hacer experiencia. Para los revolucionarios, sólo cuando la historia parecía congelada, transcurría realmente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias.
Ahora, leerte, no me creará ansiedad sensorial.