martes, 10 de abril de 2007

EL ARTE DEL MONTAJE

Walter Murch es uno de los montadores más sobresalientes del cine americano de las últimas décadas, conocido sobre todo por ser el montador de las películas más importantes de Francis Ford Coppola, y autor de un brillante ensayo sobre el montaje cinematográfico, En el momento del parpadeo (ed. Ocho y Medio). Ahora la editorial Plot acaba de publicar El arte del montaje, una conversación entre Walter Murch y Michael Ondaatje a la altura del famoso libro de conversaciones entre Truffaut y Hitchcock. Un libro que, como todo gran libro de cine, va más allá del propio cine. La música, la literatura, las matemáticas y las ciencias saltan a las páginas del libro para comprender mejor el significado del montaje cinematográfico.

Ondaatje, el novelista de El paciente inglés, cuya adaptación al cine pasó por las manos de Murch, considera el montaje un trabajo de la misma naturaleza que el que realiza un escritor cuando edita una novela, y lo llama “arte”. Murch no cree que un montador –salvo en ciertos géneros documentales– pueda imponer su visión a la película. No es el “autor”, pero nos recuerda –como decía Ingmar Bergman– que hacer una película es parecido a cuando una comunidad medieval construía una catedral; son muchos los que colaboran para hacerla posible.

Para Orson Welles el montaje no era sólo un aspecto del cine, era el aspecto. A pesar del valor central que le conceden los cineastas, fuera del mundo del cine el montaje ha pasado inadvertido. A ello contribuye la casi invisibilidad de su praxis: la exploración y orquestación de pautas visuales y sonoras que no son evidentes a simple vista. Como recuerda Murch, la decisión de cortar un plano tiene poco que ver con la gramática de la escena: “No se cambia el plano en las comas, por así decirlo”. Murch ve un paralelismo entre la decisión de donde se termina un plano y la decisión de donde acabar un verso. El montaje sería un equivalente a la rima y la aliteración en poesía, y el montador, un "invisible corifeo griego" que impugna o modula el tema para darle mayor énfasis.

Dado que nuestra experiencia cotidiana, desde que nos despertamos hasta que nos dormimos, es como un plano continuo, no habría sido de extrañar –plantea Murch– que el montaje cinematográfico, cuyos cortes nos permiten pasar instantáneamente de una costa soleada a una cumbre nevada, “hubiera sido probado y descartado por provocar algo parecido al mareo”. Sin embargo, esas repentinas transiciones nos deleitan. En 2001, una odisea en el espacio, Stanley Kubrick nos fascinó al pasar de la época prehistórica al siglo XXI por medio de un simple corte cinematográfico, saltándose a la torera toda la evolución humana.

Mucho antes Buster Keaton ya nos había maravillado en El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr.), donde interpreta a un operador de cine que sueña que traspasa la pantalla y pasa a vivir textualmente en una película: en un plano se tira de cabeza al mar y, al cambiar el plano, se incrusta en la nieve de una montaña. Keaton, el cómico preferido de los surrealistas, jugó de forma divertida y perspicaz con las dislocaciones cinematográficas y su relación con las dislocaciones propias del sueño, que son las que nos han familiarizado con la versión cinematográfica de la realidad, aunque en la película de Keaton ésta resultara, como en la hipótesis planteada por Murch, un mareo inadmisible.

El montador sondea el proceder “onírico” del cinematógrafo. A veces la yuxtaposición de imágenes revela conexiones surrealistas entre términos extraños. “Dos planos arbitrarios de los pies de un personaje pueden súbitamente volverse poderosos, simbólicos”. Murch cita como ejemplo la poesía española (Lorca, Neruda, Vallejo), el leaping poetry al que se refiere el poeta Robert Bly, un tipo de poesía que “salta” del inconsciente al consciente. Buñuel llevó al límite esta clase de corte con el plano del ojo afeitado en Un perro andaluz, que aún hoy nos hace cerrar los ojos. Una noción de la imagen poética que implica la energía y el movimiento psíquicos.

Más acá del sueño, Murch habla del parpadeo del ojo como analogía del montaje y a la vez como momento de entrada emocional para el corte. Al igual que en cada movimiento ocular hay un montador invisible que elimina los trozos inservibles que no llegamos a ver, el montador sería alguien que “parpadea” para el espectador. Esta teoría se la brindó John Huston, que consideraba el cine el arte más cercano al proceso de pensar. Para Murch, cada plano es un pensamiento o una serie de pensamientos expresados visualmente. “Cuando un pensamiento empieza a quedarse sin fuerzas, ése es el momento de cortar”, “en su plenitud, sin llegar a sobrepasar la madurez”. Murch persigue siempre este punto de equilibrio “entre el disfrute de la dinámica interna del pensamiento y el ritmo del plano”.

No es la forma de montar de Murch el estándar en Hollywood, donde se corta de un plano a otro a mitad del movimiento para dar continuidad a la acción y disimular el cambio de plano. Los cambios de plano de Murch suelen ser al principio del gesto, prefiere iniciar el movimiento en el plano que va a entrar. “Mi obligación es llevar, como si se tratara de un recipiente sagrado, el foco de atención del público y moverlo de formas interesantes por la superficie de la pantalla”. Si montara de manera estándar una escena de amor apasionado, por ejemplo, veríamos “desde fuera” a la pareja haciendo cosas apasionadas. “No hay ejes de cámara que valgan en el amor”, proclama Murch. La pérdida de sentido espacial tiene la ventaja de acercar al espectador a la locura del amor apasionado.

El lector de El arte del montaje encontrará en sus páginas numerosos ejemplos sobre la continuidad y la discontinuidad, el ritmo y la composición, la música y el sonido. Sobre todo el sonido. Murch es un maestro en la utilización del sonido como metáfora y espacio mental, y alguien que procura siempre que “la conmoción del silencio” llene en algún momento la sala donde el público, a su merced, convertido en cómplice de la película, se lo imaginado todo. Empezó como montador de sonido antes de montar imagen por primera vez en La conversación de Coppola, donde el protagonista era un técnico de sonido, y muchos años después tuvo la oportunidad de volver a montar Sed de mal (Touch of Evil) siguiendo las 58 páginas de instrucciones que Orson Welles entregó en su día a Universal, una película cuyo desenlace se basa en la capacidad de sus personajes, y del público, de reconocer un eco equivocado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante tu entrada. Soy gran aficionado al arte del montaje. Leí "en el momento del parpadeo" y me pareció soberbio. Además de ser un montador de prestigio, Murch demuestra ser un gran divulgador.

Ya me estoy comprando "el arte del montaje".

Hay una cuestión que siempre me planteo, y es hasta qué punto en la industria del cine el montador tiene voz cantante en el resultado final, o si meramente se tendrá que limitar a cortar donde diga el director. Quiero pensar que el montador es el artífice de muchas maravillas, y entonces pienso que los directores se limitan a tomar planos, no??... ¿tú que opinas?...

sigfrid dijo...

El montador no puede “tener voz cantante en el resultado final”, porque es un colaborador del director. Como dice Renoir, el director “es el único que puede modelar la película amasando todos los elementos, como un escultor amasa el barro”. Pero el montador es sobre todo un colaborador creativo: puede cortar “en el movimiento” o no, lo que suponen dos estilos diferentes de montaje, reestructurar el orden de secuencias, eliminar los diálogos de una escena, o cambiar la emoción de las imágenes según utilice el sonido y la música.
El montador también es el primer crítico del trabajo del director: juntos examinan lo que funciona o no, o descubren posibilidades que van más allá del guión y del rodaje. Con el montador, el director tiene la posibilidad de terminar de “escribir” la película, porque no se sabe nada de una película hasta que ésta pasa por el montaje. El montador tiene en sus manos, como dice Murch, “una versión a escala de la forma en que se hace una película, que es un proceso artificial, pieza a pieza”, pero siempre a partir de un material dado, rodado con una determinada intención.
Un montador no se dedica a cortar donde dice el director: de montaje propiamente dicho sabe más que el director, igual que un figurinista o un decorador sabe más de vestuario o decoración que el propio director de la película. Como diría Renoir, el director sólo tiene una manera de “imponer su personalidad”, y es “ayudando a los colaboradores a expresar la suya”. Murch lo dice de otra manera: “El director es el sistema inmunológico de la película”.
Igual que un montador no se dedica a cortar donde le dice el director (o el productor, cuando éste le ha arrebatado el corte final al director), el trabajo del director tampoco se limita a “rodar planos”, aunque pueda haber directores que se dediquen a solventar un rodaje de manera formularia.

Giorgio dijo...

Me ha parecido muy acertado el contenido de tu articulo.

Soy profesor de imagen y sonido y editor de video, y sigo muy de cerca todo lo que rodea el montaje.
No conocía ambos libros, y por mi vocación docente, estoy deseando hacerme con ambos para comenzar a leerlos.

Creo que seguiré detenidamente tu blog.

Un saludo.

http://giorgiocinematographer.blogspot.com/