domingo, 13 de mayo de 2007

LA MARSELLESA

Nicolas Sarkozy aprovechó la violencia urbana surgida en otoño de 2005 en la banlieu parisiense para fabricarse su imagen de líder de orden de cara a las elecciones presidenciales francesas. Sus metáforas higienistas –dijo que él limpiaría la “escoria” de los barrios desfavorecidos– han calado hondo en un electorado atemorizado por la fractura social que visualizaron los jóvenes inmigrantes e hijos franceses de inmigrantes que se rebelaron contra el fracaso de las condiciones de inclusión de la sociedad francesa.

Sarkozy se presenta como un hombre de “valores”. Valores republicanos y franceses, se entiende. Su propuesta de “emigración selectiva”, con sus disposiciones normativas encaminadas a articular y restringir gradualmente los círculos del ius soli y del ius sanguinis, es una nueva vuelta restrictiva de tuerca sobre la Décalation des droits de l’home et du citoyen de 1789. ¿Qué hombre es ciudadano y qué hombre no lo es? El filósofo italiano Giorgio Agamben nos recuerda que las respuestas a estas preguntas coinciden con la tarea política suprema del fascismo y el nazismo: “redefinir y purificar permanentemente la identidad del Pueblo por medio de la exclusión, la lengua, la sangre y el territorio”.

Con su talante autoritario, Sarkozy se presenta como el nuevo garante de la vida biológica de la nación, a la que quiere limpiar de la presencia embarazosa de la miseria y la exclusión. No es de extrañar, pues, que
la hija del ultraderechista Le Pen, Marine, responsable de la campaña de su padre, declarara que “la victoria de Sarkozy es la victoria de las ideas de Le Pen”. En esta lógica, el líder conservador ha intentado adueñarse para su campaña de la bandera francesa y del himno de La Marsellesa. Es curioso, pero el mismo himno fue antes, en tiempos del Frente Popular, un símbolo de la izquierda, cuando el Jean Renoir dirigió en 1938 la película La Marsellesa (1938).


La Marsellesa, producida por una suscripción popular auspiciada por el sindicato comunista CGT, surgió como un intento de recuperación de la memoria histórica de la Revolu­ción Francesa en un momento en que sus conquistas democráticas estaban amenazadas por el fascismo emergente en Europa. Renoir ya había hecho entonar la Marsellesa mezclada con las armonías de La Internacional a los personajes de La vie est à nous (1936), y ahora volvía a insistir en su visión abierta e internacionalista de la identidad nacional francesa, la misma visión que atraía a Francia a un gran número de inmigrantes judíos procedentes de Europa del Este antes de que el estalinismo se cargara la utopía comunista.


Lejos de hacer una película de exaltación propagandística, Renoir evitó las formas oficiales de la representación de la Historia para centrarse en
los individuos anó­nimos que participaron en la Revolución, un carpintero, un aduanero y un campesino tocados por la filosofía de Jean Jacques Rousseau. El tema de la agrupación de los hombres por oficios o por intereses comunes le persiguió toda la vida, Renoir creía en un mundo dividido horizontalmente. “Estamos aún muy lejos de la aceptación por cada individuo del concepto de ciudadano del mundo”, escribió en su libro de memorias. “La nación es como un edificio que se desmorona, pero le tenemos cariño a ese edificio y lo preferimos a una vivienda más moderna”.

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