sábado, 16 de junio de 2007

LA SOLEDAD


El tiempo es apenas narrable, pero no inenarrable. Mientras el espacio está en torno a nosotros, el tiempo siempre está en nosotros y es difícilmente comunicable, por mucho que lo deseemos. Es la forma de nuestro sentido interno, de la percepción que tenemos de nosotros mismos, que diría Améry. La soledad de Jaime Rosales se adentra con sensibilidad y valentía en ese “apenas narrable” del tiempo vivido.

La película retrata la vida cotidiana de dos mujeres de edad y ambiente diferentes. Antonia, madre de tres hijas adultas, comparte su vida con un hombre, aunque ambos mantienen sus propios apartamentos. Adela, una joven separada y con un hijo de un año de edad, después de abandonar su pequeño pueblo natal e instalarse en Madrid, donde intenta emprender una nueva vida, comparte apartamento con una de las hijas de Antonia y un hombre.


Las rutinas y relaciones, los gestos y silencios de ambas protagonista y de los personajes de su entorno se observan con minuciosidad, sin voyeurismo, desde una meditada distancia. Por medio del sistema de la “polivisión”, con el que divide la pantalla cinemascope en dos mitades iguales, la película presenta en un 30% de su metraje dos puntos de vista sobre una misma escena, bien mostrando dos ángulos sobre un mismo espacio, bien mostrando una visión simultánea sobre dos fragmentos de un espacio más amplio.


La partición de la pantalla crea falsos raccords o enlaces entre imágenes fuera de la lógica del lenguaje y la costumbre, dejando en evidencia la imposible solidaridad espacio-temporal, la futilidad de las metáforas “espaciomorfas” con las que solemos referirnos al tiempo. Con esta otra visibilidad, Rosales intenta captar el puro hacerse tiempo del tiempo, los recuerdos que intentan anularlo, el peso de la muerte que nos indica su irrevocabilidad, y los gestos con los que asumimos y soportamos el angustioso descubrimiento del propio tiempo, de su desorden.


El espacio doméstico que se nos muestra cada tanto fragmentado es objeto de discusión por parte de los personajes, como cuando las hijas de Antonia riñen por la venta de la casa materna, que una de ellas pretende forzar para comprarse un apartamento en la playa. El dinero aparece entonces en el centro de las conversaciones, ese dinero con el que se pretende comprar tiempo, y del que se acaba obteniendo un espacio de recreo donde conjurar a la muerte.


Hay quien discute La soledad por la rigidez de su composición y la naturalidad que persigue en sus actores, demasiado forzada en algunas ocasiones. Va con sus riesgos, que a mí me resultan muy sugestivos. Como Lo que sé de Lola de Javier Rebollo, la película de Rosales recuerda ciertos postulados de Chantal Ackerman, sobre todo a su obra maestra Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles. Son dos de las películas española más interesantes de estos últimos años, ambas alejadas de los caminos habituales de nuestro cine.

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