
El conde von Stauffenberg está considerado un héroe nacional por el fallido atentado que le costó la vida, ahorcado tras un juicio sumarísimo, cuando sólo tenía sólo 36 años de edad. Entre los conservadores alemanes, la figura de este aristócrata católico del Sur de Alemania representa la continuidad de los valores prusianos frente al nazismo –como si éste no fuera la consecuencia de aquellos– y posibilita la rehabilitación histórica de un país estigmatizado por su entrega a los designios de su Führer.
En realidad la mayoría de los conjurados del 20 julio eran individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich y oficiales descontentos por la marcha de la guerra. De hecho la Operación Walkiria había sido ideada en un principio por Heydrich, uno de los artífices de la Solución Final, y el mismísimo Himmler fue un potencial aliado de los conspiradores hasta que estos fracasaron.
Lo que les situó en la oposición no fue el exterminio de los judíos, sino el descontrolado afán belicista de Hitler, sobre todo tras la derrota de Stalingrado en diciembre de 1942, cuando el colapso del ejército alemán ya parecía inminente. Sus problemas de conciencia se reducían casi exclusivamente a la traición que cometían a sus juramentos militares, entre ellos el de su fidelidad al Führer.
Si hubiera prosperado el complot, su intención era negociar en plan de igualdad con los aliados, pidiendo el restablecimiento de las fronteras nacionales de 1914, con Lorena y Alsacia, la anexión de Austria y del País de los Sudetes e incluso la recuperación del Tirol meridional. Para el problema judío tenían una “solución permanente”, un Estado independiente en una zona colonial, en Canadá o Sudamérica, según se expone en los memorandos de Carl Goerdeler, el líder civil de la conspiración, citados por Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén.
Los alemanes ya tenían su película sobre von Stauffenberg, un producción de televisión dirigida por Jo Baier (Stauffenberg, 2004), aunque los títulos que abonaron la leyenda de una Wehrmacht desligada de los crímenes de Hitler se remontan a mediados de los años 50 del siglo pasado, coincidiendo con el ingresó de la República Federal de Alemania en la OTAN. La primera fue Almirante Canaris (1954), del antiguo director nazi Alfred Weidenmann, y la segunda Sucedió el 20 de julio (1955), dirigida por Pabst. En ambas los conjurados ya eran glorificados como heroicos patriotas.
Hasta los años 70 y 80, con Syberberg, Schlöndorf, Fassbinder y Reitz, el cine alemán no inició un auténtico examen de su pasado nazi, pero fue una modesta película de Michael Verhoeven, La rosa blanca (1982), la que con mayor veracidad reflejó la fragilidad y el aislamiento de la exigua oposición al Tercer Reich, mostrando la hostilidad de la población hacia unos estudiantes católicos de Munich que morirían decapitados en febrero de 1943 por repartir unas octavillas antinazis en las que calificaban a Hitler de “asesino de masas”.
El mismo Verhoeven dirigió años después, basándose en el libro autobiográfico de Anja Rosmus, La chica terrible (1990), una película menos convencional en la forma, deudora de Brecht, e igualmente honesta, donde una joven historiadora descubría cómo sus vecinos bávaros se habían fabricado un falso pasado antinazi al amparo de la nueva memoria de la posguerra. Shlomo Sand, en su gran libro El siglo XX en pantalla, ha destacado justamente el valor estas dos películas poco reconocidas.
Hanna Arendt reconoce que hubo individuos en todas las capas de la sociedad cuya capacidad de distinguir el bien del mal permaneció intacta, que se opusieron al régimen y jamás padecieron “crisis de conciencia”, aunque no se sabe cuántos fueron, ya que sus voces rara vez fueron oídas. En su citado libro sobre Eichmann previene ante la tentación de glorificar a los conspiradores del 20 de julio de 1944 trayendo a colación un fragmento de Diario de un desesperado de Friedrich P. Reck-Malleczewen, ejecutado en el campo de Dachau, que resume así:
“Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Vosotros fuisteis ... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora, le habéis traicionado... Ahora, que el fracaso ya no puede ocultarse, traicionáis la empresa en bancarrota, para tener una coartada que os proteja... Sois los mismos que traicionaron cuanto os impedía el acceso al poder”.