jueves, 23 de agosto de 2007

BOURNE

La trilogía de Jason BourneEl caso Bourne (2002, Doug Liman), El mito de Bourne (2004, Paul Greengrass) y El ultimátum de Bourne (2007, P. Greengrass)– ha renovado el thriller de espías con una inteligente puesta al día de las claves y convenciones del género. A su lado James Bond resulta un vestigio del pasado, un anglosajón integrado, de resabio imperialista, entregado al lujo y el sexo fácil. Tampoco los profesionales de Misión Imposible están emparentados con él. Bourne ya no forma parte del establishment, ni arriesga la vida para salvar al mundo del peligro que corre. Es un fugitivo paranoico en busca de su propia identidad.

Alfred Hitchcock acuñó el término “macguffin” para designar la excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de la historia, pero que carece de relevancia por sí misma, porque es intercambiable. En las historias de rufianes suele ser un collar, y en historias de espías, unos documentos, explicaba Hitchcock. En 39 escalones (1935), donde estableció el canon aún vigente del género de espías, el “macguffin” es la fórmula secreta que recuerda el memorista circense. Las historias de Bourne llevan a la máxima abstracción este recurso, porque Bourne es su propio “macguffin”.

Bourne es un “experimento” gubernamental fuera de control, una disfunción del sistema que le ha adiestrado para borrar de él todo remordimiento y convertirlo en una máquina de matar a su servicio. Espectro sin memoria, al que se le puede matar sin cometer homicidio, ajeno a toda representación, sólo posee una existencia virtual que es pura supervivencia, como el avatar de un videojuego (Jason Bourne llegará en 2008 a PlayStation 3 y Xbox 360).

Bourne tiene la dimensión patológica de otro clásico del género, El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), de John Frankenheimer, que fue objeto de un remake en 2004, dirigido por Jonathan Demme, donde se cambió el contexto de la guerra de Corea por una referencia a la guerra del Golfo de 1991. Pero Bourne no tiene referencias, sólo atisbos de su pasado. Para recuperar su libertad ha de reconstruir su identidad y desentrañar el contexto que le entrega sin remisión a la violencia del más fuerte, al “homo homini lupus” del Leviathan de Hobbes.

El contexto de la violencia que le infecta no es la del estado natural, sino la del estado de excepción permanente tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia. Bourne es una anomalía dentro de esta anomalía jurídica. El agente amnésico, desde que toma conciencia de su carencia y actúa para remediarla, se convierte en una anomia peligrosa para la violencia que lo ha engendrado, porque esta violencia puede revertirse contra sí misma y quedar desactivada.

Para Bourne el mundo es una interfaz en el que converge con el sistema que le ha creado y contra el que libra una lucha sin cuartel. Un mundo como el Panóptico de Bentham teorizado por Foucault, de una visibilidad aislante, organizado alrededor de una mirada dominadora y vigilante de la que no escapa nadie, ni los vigilantes ni los vigilados. Las tecnologías de este poder “omnicontemplativo” integran numerosos procedimientos, computacionales y electrónicos, en este principio básico de visibilidad aplastante que prefiguró el Gran Hermano de la novela 1984 de George Orwell.

En consecuencia, la puesta en escena se despliega de acuerdo a estas nuevas tácticas electrónicas, de manera fragmentaria e instantánea. En Nueva York, Londres, París o Madrid, los movimientos de Bourne son registrados por un enorme escáner de control planetario que es la suma de todas las insidias, un aparato de desconfianza total, pura paranoia. Ahí dentro, acorralado, Bourne es todo acción y movimiento, pura plasticidad en secuencias ultra cinéticas como la interminable persecución por los tejados de Tánger.

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