miércoles, 30 de mayo de 2007

LA GUERRA DE LAS GALAXIAS

La factoría de George Lucas ha celebrado el trigésimo aniversario del estreno de La guerra de las galaxias con cabalgatas, convenciones de fans y proyecciones especiales en Los Ángeles. La tienda de merchandising ha estado abierta 24 horas al día durante el pasado y largo fin de semana (el Lunes era festivo en Estados Unidos). En Internet, en la página web starwars.com hay disponibles 250 clips de secuencias de todas las películas de la saga para hacer montajes propios por medio de un sencillo programa de edición. La oficina postal estadounidense también se ha sumado a la celebración, poniendo a la venta una serie de quince sellos de 41 centavos y “disfrazando” unos 400 buzones de correos de pequeños robots R2-D2.

La guerra de las galaxias
costó 11 millones de dólares y recaudó cerca de 800 millones de dólares. Fue la película más taquillera de todos los tiempos durante dos décadas, hasta la llegada de Titanic en 1997. Según los datos de la revista Forbes, sus secuelas y precuelas han generado unos beneficios que rondan los 20.000 millones de dólares, sumando la recaudación en taquilla, las ventas en DVD, los videojuegos, juegos de mesa, libros, cómics y el catálogo de juguetes. Un lucrativo balance para la película que puso fin a una de las épocas más brillantes del cine norteamericano, los años setenta del siglo pasado, cuando las generaciones de Altman, Bogdanovich, Scorsese, Coppola, De Palma, Ashby y Mazursky, secundados por los nuevos productores independientes, revolucionaron el sistema de los estudios de Hollywood con películas libres e inclasificables que tuvieron grandes éxitos y sonoros fracasos.


De aquella generación, Lucas y Spielberg fueron los dos directores-productores que inauguraron la mentalidad blockbuster, utilizando la publicidad y el merchandising para remozar la maquinaria hollywoodiense. La distribución se convirtió en el locus del poder de la industria y la mercadotecnia fue ocupando el centro de sus actividades. Los estudios se convirtieron en subdivisiones de grandes consorcios de empresas, cuya finalidad muchas veces nada tiene que ver con el cine, y el gigantismo espectacular y mediático de las producciones dio lugar a un cine formalmente cada vez más pequeño. Desde entonces apenas se celebra otra cosa que el funcionamiento de la máquina, el rédito de sus cifras.


La guerra de las galaxias
impuso una nueva mitología cinematográfica para una nueva América, orgullosa y arrogante, que reconvertía la teoría económica liberal en doctrina de la democracia de la mano de Reagan y la primera hornada neocon. Una América “sin temor y sin reproche” (Serge Le Péron, 1977) que ya daba por “perdida” a la generación de la oposición a la guerra Vietnam (Serge Daney, 1989). A partir de ahora los estudios manejarían a su antojo sus alianzas con los productores independientes y Hollywood estrecharía su control sobre los mercados del trabajo cultural, la propiedad intelectual, la mercadotecnia, la distribución y la exhibición. Tras la película de Lucas, de Rambo a Matrix, reaparecieron los símbolos de la tradición y las creencias en los principios ortodoxos, y una forma de hacer cine quedó prácticamente sepultada bajo los nuevos patrones de la industria cultural y el triunfo renovado de la conciencia puritano-cuáquera de provecho particular.


Mientras Eastwood y Scorsese como los Coen, Jarmush, Burton, Tarantino o Payne reviven a su manera los impulsos originarios e íntimos del cine americano que encandilaron a la cinefilia europea, Hollywood renueva sus figuras y sus formas mirando hacia algunos cines europeos, otros de Latinoamérica, sobre todo a Asia: Taiwán, Hong Kong, también la China continental, y el cine surcoreano. Entre los varios intentos de fagocitar estos cuerpos extraños, a través de las alianzas de los capitales y la distribución, figura la inteligente asimilación a cargo de Tarantino en
Kill Bill. A pesar de la metástasis economicista que atraviesa su maquinaria, su cine aún nos permite alcanzar nuevas ideas sobre el cine en particular y sobre los medios de comunicación de masas en general, como señalaría Jean-Pierre Oudart en Cahiers du cinéma después de que la revista francesa pasara su sarampión maoísta.

miércoles, 23 de mayo de 2007

CHABROL/FINCHER

Un azar ha querido que coincidan en la cartelera Borrachera de poder, la película de Claude Chabrol presentada en el festival de Berlín de 2006, y Zodiac, la película de David Fincher estrenada en la presente edición del festival de Cannes. La primera es obra de un viejo socarrón de la nouvelle vague, un nuevo y sorprendente capítulo de su colaboración con la actriz Isabelle Huppert, que aquí interpreta a una juez de instrucción dispuesta a desenmascarar un caso de corrupción político-financiera (inspirado en el escándalo Elf). La segunda es una obra de madurez de un director habituado a escarbar en el mundo del terror, el crimen y la depravación, que aquí, como en Seven, vuelve al género del asesino en serie (basándose en el caso del "asesino del Zodiaco").

Claude Chabrol atesora una filmografía redonda, plena de jalones que reflejan la evolución de la sociedad que le ha tocado vivir. Las relaciones de clase, el universo familiar, el influjo del dinero y la pulsión criminal le son temas caros, como el del poder y la justicia, en cuyo teatro de sombras y máscaras se mueve su última película. El próximo 24 de junio cumplirá 77 años, en plena forma. Como dice mi amigo Jonás, Chabrol es uno de los pocos directores que aún se divierte y nos divierte con la puesta en escena: con la altura de la cámara puede hacer un gag sobre la estatura de un personaje. Su cine sigue lleno de esta regocijante inventiva.


David Fincher cumplirá 45 años el próximo 28 de agosto. Ha sido técnico de efectos visuales, productor de series de televisión y realizador de publicidad y video-clips antes de iniciar su carrera como director de cine con Alien 3 y de adquirir notoriedad por el impacto visual de Seven y la perversa atmósfera de El club de la lucha. En su nueva película abandona la pirotecnia visual de estas películas para beber de las fuentes del cine de su juventud: Serpico de Lumet o Todos los hombres del presidente de Pakula, por ejemplo, películas de aspecto “objetivo” y realismo meticuloso, la forma en que ahora aborda la caza del célebre asesino de la Costa Oeste.


Ambas son películas llenas de información, muy dialogadas, atentas a los mecanismos procedurales de sus intrigas, aunque ninguna propone una conclusión: los ebrios de poder de Chabrol son piezas prescindibles en manos de un poder mayor que renueva constantemente su corrupción, y la búsqueda de la verdad en Fincher termina siendo una obsesión que anula a sus personajes o los encierra en un laberinto con su fantasma. En ambas no hay lugar para la vida íntima o erótica de los personajes, éstos están cautivos de su universo mental, como si vivieran un sueño o pesadilla, obcecado, mitómano y vulnerable.


La sombra de Fritz Lang, de su modernidad, planea sobre ambas películas. Chabrol vuelve a su querido Doctor Mabuse, donde el príncipe del mal ya quería hundir a un juez de instrucción. El poder de sugestión del famoso doctor de Weimar también parece recorrer la puesta en escena de lo oculto de Fincher, cuya película remite a su vez a otra de Lang, M, con su despliegue policial, su eco mediático y su histeria ciudadana puestas al día de la sociedad de la información. En Fincher el “virus Mabuse” remueve los sentimientos de culpabilidad de los personajes, mientras que en el thriller vodevilesco de Chabrol los gestos del poder se exhiben sin ofrecer tregua a la moral.

domingo, 20 de mayo de 2007

CAHIERS-ESPAÑA

Ha nacido Cahiers du Cinèma. España, una revista de cine seria en el páramo español, donde hasta ahora campaba a sus anchas la visión del cine como industria y cuenta de resultados. Dirigida por Carlos F. Heredero, la revista se enmarca en un proceso de proyección internacional emprendido por Cahiers du Cinèma, que recientemente se ha presentado también traducida al inglés sobre Internet (www.e-cahiersducinema.com). La edición española contará con un tercio de los textos publicados en la revista francesa, junto a los artículos escritos directamente por los críticos y los colaboradores españoles.

Cahiers du Cinèma
, la más anciana y prestigiosa de las revistas de cine, fue fundada en 1951 por André Bazin, Jacques Doniol-Valcroce y Joseph-Marie Lo Duca, siendo el desarrollo de la originaria Revue du Cinéma. Muy pronto acogió en sus páginas a una generación de cinéfilos entusiastas que, al pasar detrás de las cámaras, se convertirían en los grandes renovadores del cine francés y mundial: Rohmer, Truffaut, Godard, Rivette, Chabrol, Chris Marker...


Cahiers
apareció tras la terrible experiencia del fascismo, cuando Europa celebraba el cine americano como expresión de un verdadera cultura popular de proyección universal. A pesar de la regresión democrática que suponía la “guerra fría” y su “caza de brujas”, los críticos de Cahiers aún hablaron de Hollywood como la “patria de las artes, lo que fue Florencia en el Quattrocento para los pintores, o Viena en el siglo XIX para los músicos” (Eric Rohmer, 1955), aunque el sueño hollywoodiense ya desfallecía: su modelo económico, industrial y estético estaba entrando en crisis con la llegada de la televisión.


Cahiers-España
surge en un momento en que el cine vuelve a experimentar otra de sus “crisis”, provocada por los cambios tecnológicos. Veintinueve cineastas españoles y latinoamericanos responden en sus páginas a una encuesta sobre el alcance de la actual mutación del cine. “¿Cómo afronta usted, como creador, la práctica del cine frente a un futuro ya inmediato de cambios y transformaciones en la naturaleza de las imágenes?”. Algunos directores niegan la mayor: “La naturaleza de las imágenes no cambia porque surjan nuevas tecnologías”, dice Gutiérrez Aragón. “Cuando alguien confunde el cincel con la Venus de Milo, malo, malo”.


No sólo el cine cambia, la crítica también
, titula su artículo el crítico Ángel Quintana, donde escribe que el viejo kinetoscopio de Thomas A. Edison, un extraño artilugio que permitía observar individualmente las películas asomándose a un cajón de madera, parece haberle ganado la partida al cinematógrafo de los hermanos Lumière, al salón oscuro donde un público numeroso observa imágenes que se mueven en una pantalla.


Con el cine digital o numérico triunfa la soledad del espectador frente al fomento del sentido de comunidad que el cine ha venido escenificando como ritual colectivo, cambia la fisiología y psicología de la percepción de la realidad artificial. A propósito, en las mismas páginas de Cahiers-España un interesante artículo de Santos Zunzunegui pone en relación dos obras producidas en el estudio de Edison hacia 1889 con la película digital de David Lynch Inland Empire, en un intento de tender puentes entre el pasado y el presente.


Las obras del estudio de Edison a las que se refiere Zunzunegui son Monkeyshines nº 1 y nº 2, “rodadas” por W.K.L. Dickson y W. Hise, y se encuentran en un pack de cuatro discos editados por la casa norteamericana Kino, titulado Edison: The Invention of The Movies. Se trata de una serie de fotogramas de apenas un minuto de duración que se animaban mediante un cilindro giratorio, antes de que el cine fuera cine. Zunzunegui describe sus imágenes “fantasmáticas, en las que evolucionan formas ectoplasmáticas, en el límite mismo de la visibilidad”.


Tanto Edison y sus colaboradores como Lynch “se comportan como rotuladores de campos en los que brotará una cosecha cuyo significado no puede definirse todavía con precisión”, escribe Zunzunegui. ¿Asistimos al “proceso de disipación de un universo o al nacimiento de un mundo a punto de adquirir forma ante nuestros ojos”? Es difícil saberlo. Para Zunzunegui, tanto Lynch como Edición en su momento nos obligan “a un replanteamiento de las fórmulas estereotipadas que sigue adoptando esa “suspensión de la incredulidad” que funda nuestra condición de espectadores”.

jueves, 17 de mayo de 2007

RAFAEL AZCONA

Ediciones Aborigen acaba de publicar La Paella de Rafael Azcona. Se trata de una historia que en principio, hace veinte años, estaba pensada para que fuera el episodio piloto de una serie de televisión sobre cómo se divertían en los años 40 y 50 los españoles. "Un apunte de sainete", según su autor, que refleja la moral y las costumbres de la España del franquismo a través del viaje de una pareja de recién casados al Vaticano para entregarle al Papa una paella.

El cine español le debe todo (o casi) a Rafael Azcona. Su labor de guionista atraviesa el cuerpo de las filmografías de Ferreri, Berlanga y Saura, y está presente en algunos hitos de otros directores de fuste: con Fernando Trueba en El año de las luces, Belle Époque y La niña de tus ojos; con José Luis García Sánchez en, al menos, La corte del faraón, Pasodoble, El vuelo de la paloma y Suspiros de España (y Portugal); o con José Luis Cuerda, en El bosque animado y La lengua de las mariposas. Si a todo esto añadimos sus colaboraciones con dos directores del cine “comercial” como Pedro Masó y José María Forqué y sus guiones singulares para Nieves Conde, Bardem, Fernán-Gómez, Giménez Rico, Gutiérrez Aragón o Bigas Luna, entre otros, se vislumbra el calado de su impronta cinematográfica.

El escritor Bernardo Sánchez ha estudiado lo que él llama “el incremento transversal del inventario de Azcona” en un libro magnífico, Rafael Azcona: hablar el guión (editorial Cátedra), llegando a la conclusión de que lo que siempre ha hecho Azcona –en el cine como en su novelas– ha sido absorber ‘lo que va pasando’, llevarse un ‘cacho de país’: “(Intra)historia de España, o mejor, de los españoles”. Sánchez recuerda a propósito la postulación de Azcona a favor de José Luis López Vázquez, “crisol del sujeto que él va perfilando”, al que logra refundar como actor incorporándolo, y Azcona con él, al universo de Carlos Saura, sobre todo en El jardín de las delicias y La prima Angélica.


Sánchez ha puesto de relieve el entronque de Azcona no sólo con una tradición española que cristaliza en el esperpento, y que se transforma y sobrevive con él en la posguerra, refugiado en el humorismo de La Codorniz, sino también con Los papeles del Club Pickwick, Ionesco, Swift, Beckett, y sobre todo con Kafka. Aunque no llegó a rodar con Ferreri su proyectada adaptación de El castillo, “el castillo es el continente de algunos de sus principales contenidos”, sostiene Sánchez, la arquitectura de “una visión del entramado social como máquina inerte, letal y disfuncional”. Una maquinaria que proyecta, y esto es lo terrible, “un fantasma de ‘libertad’, que no consiste (¿?) sino en los intersticios que abre el tiempo muerto, en la cuerda que se da para luego ahorcarse”.


Azcona, hijo de sastre como Lubitsch, escribe y rescribe los guiones hasta conseguir la estructura narrativa más ligera posible: “invisible como las costuras de un traje”, como él dice. Sabe que el guión no es un estado definitivo y así concibe también sus novelas de los años 50, las que viene rescribiendo desde 1998 aproximadamente, porque ahora ve las cosas de otra manera y quiere aclarar cómo las veía entonces, cuando sufría el yugo de la censura. Su penúltima reescritura es la de Los europeos, editada por Tusquets, donde narra con su personal mezcla de sorna y lirismo las desventuras de un delineante y un amigo tarambana en una Ibiza poblada por juerguistas y falsos aristócratas.

domingo, 13 de mayo de 2007

LA MARSELLESA

Nicolas Sarkozy aprovechó la violencia urbana surgida en otoño de 2005 en la banlieu parisiense para fabricarse su imagen de líder de orden de cara a las elecciones presidenciales francesas. Sus metáforas higienistas –dijo que él limpiaría la “escoria” de los barrios desfavorecidos– han calado hondo en un electorado atemorizado por la fractura social que visualizaron los jóvenes inmigrantes e hijos franceses de inmigrantes que se rebelaron contra el fracaso de las condiciones de inclusión de la sociedad francesa.

Sarkozy se presenta como un hombre de “valores”. Valores republicanos y franceses, se entiende. Su propuesta de “emigración selectiva”, con sus disposiciones normativas encaminadas a articular y restringir gradualmente los círculos del ius soli y del ius sanguinis, es una nueva vuelta restrictiva de tuerca sobre la Décalation des droits de l’home et du citoyen de 1789. ¿Qué hombre es ciudadano y qué hombre no lo es? El filósofo italiano Giorgio Agamben nos recuerda que las respuestas a estas preguntas coinciden con la tarea política suprema del fascismo y el nazismo: “redefinir y purificar permanentemente la identidad del Pueblo por medio de la exclusión, la lengua, la sangre y el territorio”.

Con su talante autoritario, Sarkozy se presenta como el nuevo garante de la vida biológica de la nación, a la que quiere limpiar de la presencia embarazosa de la miseria y la exclusión. No es de extrañar, pues, que
la hija del ultraderechista Le Pen, Marine, responsable de la campaña de su padre, declarara que “la victoria de Sarkozy es la victoria de las ideas de Le Pen”. En esta lógica, el líder conservador ha intentado adueñarse para su campaña de la bandera francesa y del himno de La Marsellesa. Es curioso, pero el mismo himno fue antes, en tiempos del Frente Popular, un símbolo de la izquierda, cuando el Jean Renoir dirigió en 1938 la película La Marsellesa (1938).


La Marsellesa, producida por una suscripción popular auspiciada por el sindicato comunista CGT, surgió como un intento de recuperación de la memoria histórica de la Revolu­ción Francesa en un momento en que sus conquistas democráticas estaban amenazadas por el fascismo emergente en Europa. Renoir ya había hecho entonar la Marsellesa mezclada con las armonías de La Internacional a los personajes de La vie est à nous (1936), y ahora volvía a insistir en su visión abierta e internacionalista de la identidad nacional francesa, la misma visión que atraía a Francia a un gran número de inmigrantes judíos procedentes de Europa del Este antes de que el estalinismo se cargara la utopía comunista.


Lejos de hacer una película de exaltación propagandística, Renoir evitó las formas oficiales de la representación de la Historia para centrarse en
los individuos anó­nimos que participaron en la Revolución, un carpintero, un aduanero y un campesino tocados por la filosofía de Jean Jacques Rousseau. El tema de la agrupación de los hombres por oficios o por intereses comunes le persiguió toda la vida, Renoir creía en un mundo dividido horizontalmente. “Estamos aún muy lejos de la aceptación por cada individuo del concepto de ciudadano del mundo”, escribió en su libro de memorias. “La nación es como un edificio que se desmorona, pero le tenemos cariño a ese edificio y lo preferimos a una vivienda más moderna”.