sábado, 22 de noviembre de 2008

LA PIEL Y LA MÁSCARA


La escritora y guionista Lola Mayo ha escrito un excelente libro sobre el trabajo de los actores en el cine, La piel y la máscara, editado por el Festival de Cine de Alcalá de Henares. El cuerpo del libro lo forman trece entrevistas en profundidad con actores y actrices del cine español que revelan el día a día de su oficio. No hablan de la vida de sus personajes ni de la historia que cuentan sus películas, sino de la materialidad de su trabajo, de las herramientas que utilizan en el rodaje para construir sus papel y de su posición como elemento de la puesta en escena. Al final del libro hay un epílogo que da la voz a los directores. En él figura el último texto que he escrito, lo único que he podido escribir mientras ando enfrascado en la preparación de una película, reescribiendo el guión a cada momento, localizando decorados... y eligiendo a los actores. Con el voy a cubrir un largo vacío en este blog, esperando a partir de ahora devolverle cierta continuidad. Se titula Héroes y mártires y dice así:

A un actor se le elige, no se le violenta. Preferiría no someterlo -ni someterme- a esa especie de rueda de reconocimiento que es el "casting", aunque a veces no hay más remedio. Prefiero merodear por ahí y encontrarlo en su trabajo. Asomarme a ver algunas obras de teatro, ciertas películas, determinadas series de televisión que no vería si no fuera por los actores. Su trabajo es tan expuesto que vale por sí solo. ¿Quién es capaz de comparecer digno en medio del más absoluto desastre? El actor. Pero si está mal elegido para el papel, es el primero en desmoronarse.
Cocteau sugería que la esencia del tiempo en el cine es ese momento que dura el plano de un actor: su rostro envejeciendo ante la cámara, el registro en la película de la inexorable aproximación de la muerte -"el cine es la muerte al trabajo sobre los actores". O lo que es lo mismo, si le damos la vuelta, la vida en acción. Preferiría no ensayar con ellos, para luego no ir detrás de lo que ya ocurrió en el ensayo, porque nada volverá a ser igual cuando llegue el día del rodaje. Pero si un actor necesita un ensayo, se lo doy, a condición de entregarlo luego al olvido. 
En el rodaje me gusta dejarme sorprender por el actor. Busco sus momentos secretos, utilizando toda clase de estrategias, más o menos compartidas, para que éstos se manifiesten. Ya hace tiempo que nos sentamos juntos a hablar del personaje y sus escenas, ya no es momento de tematizar nada. Ahora quizá le baste mirar a otro lado, decir la frase para sí o tropezar con un mueble para encontrar la emoción de la escena, para que ésta se descubra como una sacudida. Y estar prestos a filmarla.
Quisiera que el actor me devolviera nuevo el guión, que me hiciera ver con sus actuación lo que no está escrito y seguirá a pesar de todo inexpresado. No hay nada más embarazoso que la expresión de un sentimiento. Filmemos, pues, ese embarazo. Po eso a veces me encuentro filmando los "fuera de escena", resistiéndome a decir "corten". Vivo el final del plano, como el final del rodaje, como una pequeña muerte, esperando que ocurra algo fuera de lo previsto -fuera del guión.
"No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano va a menudo donde no la enviamos". Como apunta Montaigne, el actor ha de cuestionar su propia observación de las cosas, para no reproducirlas mecánicamente y caer en el cliché. Ha de rebelarse contra las falsas evidencias, también contra lo que trae aprendido. ¡Cuánta técnica hace falta para no dejarse domesticar por ella!
El cine liberó a la imagen de su rigidez mítica por el movimiento, haciendo realidad las leyendas griegas sobre las estatuas que sueltan sus amarras y empiezan a moverse. El gesto, por encima de la imagen, abrió el cien a la dimensión ética. Esa cámara que juzga al actor como un ojo desprovisto de humanidad, extrae de sus acciones, paradójicamente, un carácter moral. A veces esta confrontación resulta terrible, no es fácil sobrellevarlo. Con razón Renoir consideraba a los actores los héroes y mártires de su profesión.
El actor puede sucumbir a la interioridad y buscar en la psicología una interpretación del personaje, una explicación. Pero nadie se conforma con esta reducción. Y menos que nadie el actor, que es precisamente nadie, la pura disponibilidad. Amo a los actores no porque interpreten, sino porque actúan ese exilio permanente de sí mismos. Porque quieren hacer un buen papel que disimule nuestra desocupación esencial. Y ese disimulo, esa mentira que habita cada uno de nuestros gestos, es lo que me conmueve profundamente.

jueves, 25 de septiembre de 2008

SENTIMENTALISMO

Rafael Azcona, maestro de guionistas, dividía las películas en dos categorías: las que caen en el sentimentalismo y las que se resisten a caer en él. Por supuesto, prefería las segundas. Era un hombre muy tierno, y su ternura está en los libros y guiones que escribió, pero aborrecía lo sentimental. Tenía razón: no hay nada más embarazoso que expresar un sentimiento. A los directores, les obligaba de alguna forma a filmar precisamente ese embarazo.

David Mamet, dramaturgo y guionista, comparte con Azcona la aversión por lo sentimental. Para él, la falta de sentimentalismo es un mérito que distingue a los escritores simplemente buenos de los que tienen algo que decir de verdad. “El sentimiento barato sin duda es duradero. También lo es el perfume barato”, escribe en Bambi contra Godzilla. Finalidad, práctica y naturaleza de la industria del cine (editorial Alba).

Explica Mamet que el “drama lacrimógeno” apela al deseo de ser políticamente correcto, o estar de moda, y a la intención de ser compasivo, según él, los dos puntos débiles del espectador. “Sin embargo, en la transacción se ha pasado por alto el carácter imaginario de la presentación. Los héroes, sus deseos y sus aflicciones no son reales. El espectador se recompensa a sí mismo por su compasión por la víctima ficticia. La compasión no le ha costado nada; al contrario, ejercitarla ha sido placentero, ha sido un entretenimiento”.

Mamet recomienda utilizar las lágrimas como una medicina homeopática: a menor dosis, mayor efecto. El drama ha de estar constituido al margen de la atribución de las lagrimas que llore el protagonista. “Esta actitud ha sido tachada de estoicismo, pero quizá sólo sea profesionalidad: ¿por qué no permitir que sea el público quien sienta la experiencia?” De la pornografía de los sentimiento ya se ocupa la publicidad, recuerda. El cine debe apuntar a otro lado.

Mamet prefiere la declaración limpia al ruego, el cine negro al cine de gángsters. Frente a la mirada sentimental sobre el mundo de la delincuencia propia de las películas de gánsters, Mamet aboga por el frío mundo darwiniano, sin reglas y sin enjuiciamientos, de las películas del cine negro. “Es cine, por así decirlo, escrito por un policía”. Lo que caracteriza a los hombres, y sus interpretaciones, del cine negro es su falta del deseo de complacer. “En la pantalla, no tienen nada que demostrar, y por tanto nos atraen de manera extraordinaria”.

jueves, 31 de julio de 2008

BERLIN ALEXANDERPLATZ

Aunque Rainer Werner Fassbinder sólo hubiese realizado Berlin Alexanderplatz bastaría para situarlo en el panteón del cine, escribió el crítico Andrew Sarris. Entre 1979 y 1980 el director alemán estuvo encerrado en los estudios Bavaria Films para dar a luz su monumental adaptación de la novela homónima de Alfred Döblin, quince horas y media de película, dividida en trece episodios y un epílogo, dedicadas a reconstruir la vida interior y exterior de un hombre corriente, Franz Biberkopf, ex asesino, ladrón y chulo, en el agitado Berlín de la República de Weimar de finales de los años veinte del siglo pasado.

Fassbinder volcó su visión pesimista sobre la relación entre el hombre y la sociedad en esta monumental película presentada como serie de televisión. Antes de emprenderla, algunos de los personajes de sus películas ya habían adoptado el apellido del anti héroe de la novela de Döblin, “Biberkopf”. La lectura de la novela, obra maestra de la literatura de vanguardia alemana, había sido crucial en la formación intelectual del director. “Me ayudó a evitar vivir una vida de segunda mano”, declararía.

No sólo el microcosmos social y humano del barrio obrero de Alexanderplatz, con un protagonista urbano insólito en la literatura de la época, también los recursos narrativos y estilísticos de la novela, con su discotinuidad cronológica, sus monólogos interiores y el uso de canciones, noticias de periódicos y transcripciones de sonidos a modo collage intertextual, adquirieron a través del ojo innovador de Fassbinder una forma cinematográfica deslumbrante.

Fassbinder reinterpretó las formas del cine de la época de la novela, desde el expresionismo y el Kammerspiel hasta el melodrama estilizado de Sternberg –cuya luz particular recreó con el director de fotografía Xaver Schwarzenberger–, desde su particular praxis fílmica: antinaturalista, distanciada según las enseñanzas de Brecht, en los límites de la teatralidad, y con una sensibilidad moderna que abarca tanto el camp como el kitch. Fassbinder rechazaba la primera adaptación cinematográfica de la novela, realizada por Phil Jutzi en 1931, apenas tres años después de su publicación, porque sólo había extraído de ella un esqueleto argumental para un relato lineal de cine social.

Para el director alemán, las relaciones entre cine y literatura debían ser enriquecedoras, y no lastrarse mutuamente. La novela ya era puro cine tal y como la escribió Döblin, sostenía Fassbinder. ¡Pero qué cine! Hay que ver la fiesta de la puesta en escena de Berlín Alexanderplatz, ahora que se encuentra en DVD, para saber del cine del que estamos hablando. Porque parece mentira que, en los años transcurridos desde entonces, el cine se haya empobrecido tanto formalmente. ¿Quién haría hoy una película así? ¿Qué televisión la produciría?

El riguroso cuidado formal de esta obra desdice la fama de director descuidado que aún se le atribuye a Fassbinder. Es verdad que hizo películas con una urgencia vital fuera de lo común, con rodajes rápidos en los que a veces él mismo se ocupaba de la iluminación –tiene en su haber más películas que años de vida, tal y como se lo propuso. Pero incluso en éstas su mirada tiene siempre el mismo rigor. Los medios técnicos de que dispuso en Berlín Alexanderplatz y la libertad expresiva con que los manejó hacen de ella el más rico compendio de su cine, su película más ambiciosa, su obra maestra.

sábado, 19 de julio de 2008

EDWARD YANG

Uno de los encuentros más felices de los últimos tiempos, para mí, ha sido el cine del director taiwanés Edward Yang. Sólo conocía su última película, Yi Yi, que le valió el premio al mejor director en el Festival de Cine de Cannes de 2000, la única de las suyas que se ha estrenado entre nosotros. La presentación de su cine ha venido esta vez de la mano de la Filmoteca –en DVD sólo se encuentra la citada película.

Yang pasó los últimos años de su vida los pasó luchando contra un cáncer que finalmente acabó con él, a los 59 años. Era el menos exótico de los cineastas chinos, lo que le restó la atención que merecía en Occidente. En su obra, emparentada con Ozu, Renoir y John Ford, retrata la vida moderna en Taiwán, sus transformaciones íntimas y cotidianas, sin descuidar nunca el trasfondo histórico, social y político. “La simplicidad es lo que se sitúa en la base de todo y las complicaciones están encima", solía decir Yang.

En películas como Historia de Taipei (1985) y Un día de verano (1991) plasma la cultura híbrida de influencias chinas, japonesas y occidentales, los cambios sociales y urbanos, la evolución del capitalismo y el declive de los valores tradicionales en la sociedad de Taipei. En la segunda de ellas, ambientada en los años sesenta, mezcla sucesos reales con recuerdos autobiográficos es un fresco elegíaco sobre la escindida identidad taiwanesa. Es su obra maestra.

En Un día de verano despliega su deslumbrante narrativa “tolstoiana” desde una puesta en escena llena de inventiva, que hace de cada secuencia una película en sí misma. El suyo es un realismo estilizado, autorreflexivo, que revela la fascinación de Yang el manga. “Imaginad un Rebelde sin causa que termine con James Dean asesinando a Natalie Wood y después llorando su pérdida y tendréis la medida de la trágica y lírica desesperación que subyace bajo la mirada de Yang”, escribió a propósito de la película el prestigioso crítico Jonathan Rosenbaum.

“El cine es una mezcla de cosas tristes y alegres, como la vida. Por eso nos gusta el cine”, dice uno de los personajes de Yi Yi. Así es el cine de Yang, esa mezcla de cosas sencillas que hacen la complejidad de la vida. Después de ver sus películas, uno se atrevería a exclamar “¡no se puede vivir sin Yang!”, como decía Gianni Amico de Rossellini en Antes de la revolución de Bertolucci. Pero el descubrimiento tardío de sus películas nos vacuna contra cualquier intento de mitificar el cine. Uno se contentaría con que circulara pronto en DVD o por La Red, discretamente, como la vida.

lunes, 7 de julio de 2008

LA ESTRELLA AUSENTE


Ante la salida en DVD de La estrella ausente, quería llamar la atención sobre esta excelente película, que pasó desapercibida cuando su estreno entre nosotros, y sobre su director, Gianni Amelio, una de los directores más importantes del cine italiano de las últimas décadas.

Gianni Amelio pertenece a la última generación de espectadores que veía el cine sin asomarse a la televisión. “Quien no ha vivido antes de la televisión no sabe qué es la belleza del cine”, suele repetir, parafraseando la cita de Tayllerand que utiliza Bertolucci en Prima della rivoluzione. Entre su generación y la inmediatamente anterior, la de Bertolucci y Bellocchio, se produjo un salto exagerado. Los primeros debutaron como directores en el cine muy jóvenes, mientras que los siguientes empezaron, ya no tan jóvenes, en la televisión.

Amelio se encontró haciendo una especie de cine anfibio, que no era exactamente televisión, pero tampoco cine. Aunque ya había trabajado en el cine, obligado a recorrer el escalafón de la industria –proviene del humilde Sur de Italia, sin los recursos de una familia adinerada–, cuando empieza a dirigir tiene que enfrentarse a un cambio de ciclo: la televisión ha asumido un poder tan enrome que está replanteando el cine como espectáculo. Como cultura popular el cine es cada vez menos importante, se reduce a las grandes ciudades y se empequeñece por la televisión.

Por más de diez años no surgirá ninguna voz original en el cine italiano, sumido en el desconcierto, con la sola excepción de la Gianni Amelio. Y aunque su debut en la pantalla grande data de 1982 (Golpear al corazón), aún tendrá que hacer una par de películas anfibias antes de afirmarse plenamente como cineasta en los años noventa, a partir de Puertas abiertas (1990). Mientras Nanni Moretti emprendía su pequeña revolución en Super 8mm –como Almodóvar en España, también desde fuera de la industria–, Amelio partía de la última gran tradición del cine italiano, el neorrealismo y su fuerte vocación ética, para seguir explorando el camino abierto por sus maestros más innovadores: sobre todo Rossellini, pero también el Visconti de Rocco y sus hermanos e incluso el Antonioni de La aventura.

Gianni Amelio arranca La estrella ausente (La stella che non c’è, 2006) de la última página de La dismissione, la novela de Ermanno Rea que relata el desconcierto vivido por los napolitanos a consecuencia del cierre en 1989 de una empresa siderúrgica cuyos altos hornos fueron adquiridos por China. A Amelio se le ocurrió que la centralita hidráulica tenía un defecto que podía provocar graves accidentes, como ya habían ocurrido anteriormente, y que había un hombre, Vincenzo Buonavolontà, encargado del mantenimiento de las máquinas, uno de los trece mil trabajadores que perdían su empleo, que no iba a cejar hasta solucionar el problema.

Como en otras películas de Amelio (El ladrón de niños / Ladro di bambini, 1992; Lamerica, 1998; Las llaves de casa, 2004), La estrella ausente toma la forma de un viaje, el que emprende a China un hombre italiano de “buena voluntad”, ejemplo de una dignidad profesional extinguida, para entregar la centralita modificada a los nuevos propietarios del alto horno y evitar así posibles accidentes mortales. Un viaje que no sólo es un periplo geográfico a través de un país desconocido, siguiendo el curso del río Yangtsé, de Shanghai a Wuhan y Chongqing, sino también un viaje interior, al corazón de uno mismo, que le lleva a tomar conciencia de su propio malestar.

Con un guión “invisible”, la película parece construirse ante nuestros ojos, como si nada estuviera preestablecido. Su cámara se abre a una realidad en constante transformación: canteras a cielo abierto, zonas rurales sumergidas por el agua de la mayor presa del mundo, ciudades que crecen de la noche al día... La narración se disuelve para dar paso a la verdad documental, una verdad doble, la de un país cambiante, lleno de contrastes, y la de un personaje herido, preso de la urgencia y el desconcierto.

La estrella ausente viene a ser el reverso de Lamerica, en donde un hombre de negocios corrupto, que viaja al saqueo de Albania, acaba confundido entre los miles de inmigrantes albaneses que llegan en barco a las costas del Sur de Italia, un peregrinaje que le devuelve su propio pasado de miseria y emigración. La otra cara es el itinerario de Vincenzo en busca del orgullo perdido de la cultura obrera, de pronto sacudido por los estragos que el capitalismo global causa en el gran país “comunista” que, a expensas de la libertad, ha convertido el desarrollo en un fin en sí mismo.

Son dos películas complementarias, que tratan de hacer balance y arreglar cuentas comprimiendo en el presente una mirada que abarca tanto el pasado como el porvenir. La primera nos traslada al punto cero que haría posible una regeneración, la segunda señala el comienzo de un trabajo de reevaluación y reconstrucción, sobre los escombros de las pasadas derrotas políticas, de unos valores de compromiso personal con la comunidad que nos une, o a la cual, sobre todo, estamos arrojados. En este sentido, la segunda es la película de Amelio que más le implica personalmente, pues habla también, a través del trabajador que encarna Sergio Castellito, de su propia responsabilidad como cineasta.

Para Amelio como para Rossellini –el padre del cine moderno, cuyo influjo el director alimenta y renueva incesantemente– el cine no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para explorar los problemas de su época, una herramienta que hay que emplear con solvencia para buscar detrás de las apariencias y entrever lo que se avecina. Quedan muy pocos cineasta que tengan esta percepción ética del cine. Amelio, eslabón perdido del cine italiano, es sin duda uno de ellos, y quizá el más exigente de todos. Esta vez es imposible no verle tras la integridad algo enajenada del trabajador que protagoniza su película, tratando a toda costa de ser coherente consigo mismo.


Vincenzo aparece como una figura huérfana tras el fracaso de la última gran tarea histórica colectiva, el comunismo, cuya esperanza emancipadora él abrazó en su día. De repente anda perdido, desafiado por la despolitización de las sociedades humanas que impone el gobierno incondicionado de la economía. ¿Puede haber una obra y una actividad para el obrero y no haberla en cambio para el hombre? ¿Será la tarea futura el férreo control biopolítico, cuyas devastadoras consecuencias ve en su compañera de viaje, la joven china que se le ofrece como guía, repudiada por su país y sus padres por ser madre soltera, cuyo hijo ni siquiera sabe de su existencia?

A pesar de todo, Amelio aún cree en aquel adagio de Marx que dice que la historia tiene un curso precisamente para que la humanidad pueda separarse serenamente de su pasado. La película sugiere que hay que deshacer el riguroso acento sobre el trabajo y la producción para enfrentarse definitivamente a esa especie de figura poshistórica en la que nos hemos convertido ante la ausencia de una obra realmente humana. La mirada de Vincenzo, al final de la película, es la mirada que se lanza sobre el pasado para cumplirlo, para asumir su final y así poder redimirlo.

La atmósfera de “regreso al futuro” que envuelve la película podría dar la idea de un tiempo eternamente presente y por tanto, como sostenía el poeta, irredimible, sin esperanza. Pero esta impresión pertenece a un orden de realidad estético, propio de la película. Amelio utiliza la figura del viaje, que lo es en el espacio, instalándole en una especie de autoexilio que le permite ver mejor a Italia y los italianos, y lo es también en el tiempo, como alegoría de una memoria contravenida, para dar a su cine toda la fuerza de su movimiento, que es dialéctico además de ético.

Todo el movimiento de la película consiste en este desplazamiento, entre el pasado y el futuro, lo nuevo y lo viejo, entre lo que vemos y le vemos mirar al personaje, entre su mirada y la nuestra. Su cámara se mueve de manera insospechada de lo grande a lo pequeño, sorteando obstáculos, descubriendo lo que sucede a su paso, llevando la mirada, como le gusta decir al director, a “su consecuencia natural”. Una contemplación viviente, podría decirse, capaz no sólo de transformar a los personajes, sino también al cineasta y a los espectadores.

Al final del viaje, tras toparse con un solo trabajador que sabe valorar la pieza que le ha llevado hasta allí, Vincenzo toma conciencia de su propio desasosiego y no puede más que llorar. Resulta conmovedor, después de su peripecia por el vasto país, sin que el personaje sepa que su pieza ha acabado tirada en los residuos, ver a Sergio Castellito romper a llorar. Son lágrimas que colman su impotencia para expresar que lo único que puede aferrar y transmitir finalmente no es otra cosa que el olvido. No ha sido tanto un viaje a la búsqueda de la cosas perdidas, como al encuentro con la pérdida de las cosas. Por ello llora, porque ya no hay ninguna vocación ni identidad que puedan consolarle, y por fin se abre a una ternura sin reservas.

lunes, 30 de junio de 2008

LA ÚLTIMA SESIÓN


El domingo 22 de junio asisto con un amigo a la última sesión del Palacio de la Música de la Gran Vía madrileña. Muy poca gente se acerca a comprar la entrada. La taquillera parece triste por tener que abandonar la estrecha garita desde donde ha visto desfilar una porción de mundo.

El Palacio se inauguró el 13 de noviembre de 1926 con un concierto dirigido por el maestro Lasalle, y al día siguiente se proyectó La venus americana, una de las primeras películas de la actriz Louise Brooks. En su fachada figura el nombre del arquitecto, Secundino Zuazo Ugalde. Las vitrinas que dan a la calle están desnudas de carteles.

El acomodador habla con una persona más joven que él, seguramente un familiar, porque tienen las mismas orejas. Al parecer le ha invitado a ver la proyección, y le está recomendando la película, Antes que el diablo sepa que has muerto. Luego nos conduce a nuestras butacas, en la fila trece. Enciende su linterna, aunque no hace falta. La sala tiene todas sus luces encendidas.

Cuento los espectadores, once, y le pregunto al acomodador si nos podemos sentar en una fila más cercana a la pantalla. No, de momento tenemos que ocupar las butacas que nos corresponden, responde. Luego, cuando se apaguen las luces, podemos elegir el sitio que queramos. Haber sito va a haber, dice yéndose.

Contemplo la sala casi vacía del palacio, tres plantas con cerca de dos mil butacas. Las volutas barrocas de la ornamentación, las formas sinuosas de la planta principal y la platea, el círculo abovedado de donde una vez colgó la lámpara de araña. Se apagan las luces y comienza la sesión.

La película arranca sin que le preceda publicidad. Es una película luctuosa, rodada en digital por uno de los últimos maestros del cine americano, Sidney Lumet. La lámpara del proyector, mortecina, tiñe de un color parduzco la proyección.

Cuando termina la película, mi amigo y yo le damos la espalda a la pantalla y, mientras suena de fondo la música del rodillo, echamos una última mirada a la sala. Nos llama la atención unas personas que se fotografían posando en el pasillo. Están alegres. ¿Quiénes son?, le preguntamos al acomodador. Son los que han comprado el cine, responde.

Siguen contentos haciéndose fotografías, como los cazadores después de cazar al elefante. Vamos a cerrar, avisa el acomodador mientras revisa una a una las filas. Se cierra el telón. Ya en la calle los coches pitan celebrando la victoria de España en los cuartos de final de la Eurocopa.

domingo, 22 de junio de 2008

DERECHO LABORAL


A finales del siglo XIX las cámaras de los hermanos Lumière retrataron a los obreros que salían de las fábricas para disfrutar del escaso tiempo libre que les quedaba tras una jornada laboral interminable. Todavía no habían conquistado las 48 horas de trabajo semanal que la Organización Internacional del Trabajo consagró como un derecho social, tras años de luchas sindicales, en 1917, el mismo año en que la revolución bolchevique trajo su promesa de emancipación universal a la clase trabajadora industrial, que estaba protagonizando las transformaciones sociales y políticas de la época.


“¡Qué largas pueden ser diez horas!”, exclamaba el joven protagonista de Metrópolis (F. Lang, 1927) tras pasar un día en la fábrica propiedad de su padre. El tiempo del burgués no era el del proletario, sometido por el monstruoso reloj que presidía la actividad de la industria. Años más tarde Chaplin, que aún representaba la condición humillada del trabajador con su personaje de vagabundo, puso el sonido del tic tac de un reloj sobre los títulos iniciales de Tiempos modernos (1936), donde su personaje era literalmente engullido por la máquina de una fábrica en la que hasta las visitas al lavabo estaban cronometradas.


Tras la segunda guerra mundial, De Sica dirigió Ladrón de bicicletas (1948), el drama de un hombre en busca de empleo, trasladando la idea de que el derecho al trabajo era un derecho fundamental y que la sociedad debía garantizarlo o cubrirlo con subsidios ante la eventualidad del paro, un derecho sobre el que Europa construyó a partir de los años cincuenta una de las bases del Estado del bienestar (Shlomo Sand, El siglo XX en pantalla). Luego los proletarios del free cinema inglés nos enseñaron, en películas como Sábado noche, domingo mañana (K. Reisz, 1960), la molicie cotidiana de un modelo social transformado en sociedad de consumo de masas. Mayo del 68 vino a denunciar esta “nueva pobreza” en el corazón de la abundancia, pero no fue más allá. Su esperanza social quedó frustrada, como reflejó poco después Godard en Todo va bien (1972).


En los años ochenta, el auge del capitalismo global, coincidiendo con la debacle de los sistemas llamados comunistas, impone la deslocalización y los despidos masivos, y la sociedad del bienestar se resquebraja. Aparecen los obreros sin trabajo del cine británico, desde Lloviendo piedras (Ken Loach, 1993) y Desnudo (Mike Leigh, 193) hasta su conversión en espectáculo en Full Monty (Peter Cattaneo, 1997). La clase obrera no va al paraíso, sino que abandona el escenario de la Historia con la resignación de los otrora grandes sindicatos de clase.


Mucho ha llovido desde la mítica película de De Sica para que los ciudadanos tengan que volver a enfrentarse en total soledad, como el protagonista de Ladrón de bicicletas, con esa “divinidad irascible y absolutamente misteriosa”, en palabras del catedrático de Derecho Laboral Umberto Romagnoli, que vuelve a ser el mercado de trabajo. Así será gracias a los ministros de Trabajo de la Unión Europea, que han dado luz verde –por esta vez, con la oposición española– a una directiva que permite a cada Estado miembro modificar su legislación para elevar la semana laboral vigente de 48 horas hasta 60 horas en casos generales y a 65 para ciertos colectivos como los médicos.


La directiva consagra el opting out británico, que ha ejercitado el Reino Unido desde el año 1993 y permite que cada trabajador pueda pactar con su empresario “libremente” el tiempo de trabajo, lo que en la práctica aboca a los trabajadores a asumir cualesquiera exigencia de los empleadores. La deriva antisocial que anunciaron los cineastas británicos parece ya imparable en Europa. La erosión de los poderes legislativos del parlamento europeo, que se limita a ratificar las disposiciones emanadas de los órganos ejecutivos, a semejanza de lo que ya viene ocurriendo de largo en los parlamentos nacionales, bendice un poder “gubernamental” por encima de la división de poderes que funda, o fundaba, la democracia, y de espaldas a los ciudadanos.

domingo, 15 de junio de 2008

LA VERGUENZA


Vengo de ver Aritmética emocional, la película de Paolo Barzman, basada en la novela homónima de Matt Cohen sobre el reencuentro de tres supervivientes de Drancy, el campo de reclusión instalado por los alemanes en las afueras de París durante la II Guerra Mundial.

La película resulta algo ampulosa, afectada en su gravedad. Claro que es muy difícil no dejarse afectar por la gravedad del argumento que trata: la memoria, el olvido, el sufrimiento y el duelo de la experiencia del exterminio nazi. Pero es encomiable encontrarse ante una película que se atreve mirar aquella experiencia intolerable, inasumible.

Viendo a los actores que la protagonizan –Susan Sarandón, Gabriel Byrne y Max Von Sydow en los papeles de los supervivientes, y Christopher Plummer y Roy Dupuis como el marido y el hijo del personaje de Sarandon– he sentido la vergüenza del exterminio, también la vergüenza de los propios actores ante los personajes que debían encarnar, incluso la mía propia como espectador.

El filósofo Emmanuel Lévinas (1906-1995) escribió que la vergüenza no tiene que ver en realidad con el sentido de culpa (la vergüenza por haber sobrevivido a otro), ni procede de una carencia de nuestro ser, sino que se basa en la imposibilidad de nuestro ser para romper consigo mismo.

“Lo que aparece en la vergüenza –escribe Lévinas– es pues precisamente el hecho de estar clavado a sí mismo, la imposibilidad radical de huir de sí para ocultarse a uno mismo. La desnudez es vergonzosa cuando es la patencia de nuestro ser, de su intimidad última. Y la de nuestro cuerpo no es la desnudez de una cosa material antitética al espíritu, sino la desnudez de nuestro ser total en su plenitud y solidez, de su expresión más brutal de la que no es posible dejar de tomar nota.”

A propósito, Lévinas recuerda el silbato que se traga Charlie Chaplin en Luces de la ciudad, haciendo que aparezca "el escándalo de la presencia brutal de su ser". (La secuencia está a partir del minuto 6 del extracto).


El silbato, escribe Lévinas, “es como un aparato registrador que permite captar las manifestaciones intermitentes de una presencia que, por otra parte, apenas disimula el legendario traje de Charlot... Es nuestra intimidad, es decir nuestra presencia ante nosotros mismos, lo que es vergonzoso. No revela nuestra nada, sino la totalidad de nuestra existencia... Lo que la vergüenza descubre es el ser que se descubre.”

Continuando el pensamiento de Lévinas, Giorgio Agamben ha escrito que los supervivientes de los campos no se avergüenzan por haber sobrevivido, sino que es la vergüenza la que les sobrevive a ellos, la que, “como un apóstrofe mudo que vuela a través de los años”, llega hasta nosotros y “testimonia” por ellos. La vergüenza, en este sentido, “tocaría algo como una nueva materia ética”.

Por su parte, Slavoj Zizek recupera la noción de "responsabilidad ante el rostro del prójimo" propuesta por Lévinas ilustrándola con las muecas de Jerry Lewis, interpretadas como un “intento desesperado del sujeto avergonzado de borrar su presencia, de salir de la mirada de los demás”, o refiriéndolas a Edipo, que, tras la vergüenza de experimentar la exhibición de la verdad de su ser, se saca los ojos porque no soporta la mirada del Otro leo en Mario Pérez.


sábado, 7 de junio de 2008

DINO RISI


Lloramos la muerte de Dino Risi, fallecido ayer a los 91 años de edad. De los padres de la llamada “commedia all’italiana”, tan sólo Mario Monicelli, a sus 93 años, aguanta con insólita vitalidad: su última película, Le rose del deserto, data de 2006. Podríamos añadir el nombre de Ettore Scola, pero en verdad es una especie de tío, más joven que los patriarcas de la “commedia”, un director que sobrevivió al colapso del género, a finales de los años 70 del siglo pasado, madurando una obra personal. Pero su raíz estaba con ellos, como guionista de películas como Il sorpasso (La escapada, 1962) o I Mostri (Monstruos de hoy, 1963), dos de las obras maestras, precisamente, de Dino Risi.

La “commedia all’italiana” no fue tomada en serio por la crítica italiana hasta los años 80, cuando ya no quedaba ni su sombra. En su época de esplendor, los años 50 y 60, la crítica oficial de izquierdas prefería ensalzar algunos epígonos groseros del neorrealismo antes que valorar las comedias de Luigi Comencini y compañía. Algo parecido pasaba en España, donde se prefería el cine de Bardem al de Berlanga. Sin embargo, si hubo un cine que realizó el concepto de la “cultura nacional-popular” preconizado por el teórico marxista Antonio Gramsci, éste sería justamente el que representó la “commedia all’italiana”.

Mientras los autores pioneros del neorrealismo ampliaban los horizontes estilísticos del cine italiano –con Rossellini, también incomprendido, a la cabeza– los directores y guionistas más sagaces de la “commedia” traducían los presupuestos de aquel movimiento a un género de gran impacto popular que, bajo su apariencia “ligera”, podía burlar con más facilidad la vigilancia de la censura y ofrecer a cambio, como de contrabando, algunos de los dibujos más incisivos sobre la evolución de la sociedad italiana desde la posguerra hasta el boom económico.

Risi fue especialmente audaz en películas como Una vida difícil (1961), una despiadada crónica que abarca desde los años de la Resistencia hasta la Italia del bienestar de los años 60, con un atípico Alberto Sordi, idealista e íntegro, dándose de bruces contra la evolución de una sociedad cínica y corrupta. Aquella Italia ya se vislumbraba en el negro retrato de los orígenes de fascismo que ofreció, un año después, en La marcha sobre Roma (1962), con Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi de antihéroes. Tras el pesimismo de estos frescos históricos, Risi daría lo mejor de sí mismo en Il sorpasso, el feroz road-movie sobre el “milagro económico”, con Gassman haciendo de oportunista sin escrúpulos ante el débil e introvertido joven encarnado por Jean-Louis Trintignant.

Risi hizo una nueva demostración de su virtuosismo en I Mostri, una fulminante sátira de los vicios modernos de los italianos a través de veinte episodios llenos de ritmo y agresividad. El historiador Gian Piero Brunetta dijo de él que era el autor de la “commedia” que “menos espacio concede a los buenos sentimientos”, como aún se puede comprobar en la última de sus grandes películas, la crepuscular Perfume de mujer (1974), otra vez con un inconmensurable Gassman como protagonista.

En los últimos años Risi se refugió en la escritura. Admirador de Philip Roth, John Fante y Raymond Carver, su mirada sarcástica se volcó en libros de epigramas y escritura aforística como Italiani siate seri! (1993), Versetti sardonici (1995) y Vorrei una ragazza (2001). “El cine: una mujer desnuda y un hombre con la pistola”, escribió en uno de ellos.

jueves, 29 de mayo de 2008

INMIGRANTES


Tras conocerse la escalofriante “Directiva de Retorno” que ha preparado la Comisión Europea, con la que se pretende la expulsión de 8 millones de inmigrantes sin papeles, el jurado del 61º Festival de Cannes ha premiado dos películas europeas que tienen a inmigrantes e hijos de inmigrantes como protagonistas: Entre les murs, del director francés Laurent Cantet, y Le silence de Lorna, de los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne.

La película francesa lleva a la pantalla la realidad de un colegio multirracial de París y pretende ser, en palabras de su director, “una reflexión sobre la sociedad francesa contemporánea, que es compleja, polifacética, múltiple”. Por su parte, el Gobierno francés intenta que la directiva europea permita la expulsión de los menores con independencia de su situación escolar, sin esperar al final del curso. El presidente Nicolas Sarkozy, de cara a la próxima presidencia francesa de la UE, que empezará el próximo julio, promueve la adopción de medidas tales como “contratos de integración” obligatorios y visados biométricos.

Inspirada en una historia real, la película belga se fija en la vida de una inmigrante albanesa que se casa con un drogadicto para conseguir un pasaporte de la Unión Europea y a continuación se ve obligada por un taxista italiano a colaborar en una red de matrimonios por papeles. Bélgica ha sido noticia recientemente por el caso de Ana y Angélica Cajamarca, madre e hija ecuatorianas que fueron retenidas el año pasado en un centro de detención de inmigrantes ilegales. Ana tiene 11 años y llevaba años escolarizada. La presión pública y mediática hizo que fueran liberadas, pero aún se arriesgan a ser detenidas y encarceladas.

Otra de las películas europeas premiadas en Cannes, la italiana Gomorra, de Matteo Garrone, basada en la novela de Roberto Saviano, que obtuvo el Gran Premio del Jurado, se sumerge en la periferia norte de Nápoles para retratar el fenómeno de la Camorra. La reciente persecución gitana en Italia, donde se han asaltado y quemado varios campamentos de eslavos y yugoslavos, ha sido liderada precisamente por la Camorra, cuyas constructoras pretenden edificar viviendas sobre el suelo quemado. El gobierno de Berlusconi ha colaborado en la “razzia” con la detención de 268 inmigrantes y, en lugar de detener a los culpables de los asaltos, ha aprobado nuevas medidas que convierten la inmigración clandestina en un delito penado con entre seis meses y cuatro años de cárcel.

Bajo la presión de los gobiernos de Sarkozy y Berlusconi, la Unión Europea no quiere ver los pogromos a los que conduce la retórica populista de la “seguridad”. De momento, la nueva legislación prevista en la directiva europea rehabilita la figura jurídica de la “detención administrativa”, tan propia de los regímenes dictatoriales, una degradación de las garantías de la ley penal democrática que supone, en la práctica, que el inmigrante podrá estar detenido hasta 18 meses en los centros de retención sin que medie decisión judicial alguna. Es la contribución europea al fracaso de la Declaración Universal de Derechos Humanos, ahora que se celebra el 60º aniversario de su proclamación.

El filósofo de la política Giorgio Agamben recuerda que fue Hanna Arendt quien por vez primera vinculó el fin de los “derechos del hombre” al ocaso del Estado-nación al fijarse en la figura del refugiado, por cuanto ésta rompía la identidad entre hombre y ciudadano, entre nacimiento y nacionalidad, sobre la que se funda “la ficción originaria de la soberanía”. De igual manera, el fenómeno de la llamada emigración ilegal está enfrentando a Europa con una “masa residente estable de no-ciudadanos” o “denizens” que ya no son representables dentro del Estado-nación, cuyas categorías jurídico-políticas tradicionales se corroen lentamente.

“Justo en el momento en que pretende dar lecciones de democracia a culturas y tradiciones diversas, la cultura política de Occidente no se da cuenta de que ha perdido por completo su canon”, escribe Agamben, que nos alerta: “No conviene no olvidar que los primeros campos fueron construidos en Europa como espacios de control para los refugiados, y que la sucesión de campos de internamiento-campos de concentración-campos de exterminio representa una filiación perfectamente real”.

Afortunadamente el cine a veces actúa como una verdadera comunidad. Caja de resonancia de los miedos y mitos de la sociedad, aún parece dispuesto a observar críticamente los recelos y supersticiones que la sociedad teje en torno al extranjero, tal vez con la voluntad de recuperar para las ciudades europeas su antigua vocación de ciudades del mundo.

domingo, 25 de mayo de 2008

CHABROL


Encontrarse en la cartelera con una nueva película de Claude Chabrol, más o menos con la regularidad con que las sirve, es un momento gozoso que se repite cada uno o dos años, como el reencuentro con un amigo que vive lejos y cada tanto se acerca a vernos para recordarnos que estamos donde estábamos, un poco más viejos, seguramente, pero más sabios. Dichosos de vernos y de mirar desde la distancia justa –la distancia crítica, cada vez más precisa– la lucha por el poder, las relaciones de clase y los juegos de seducción que se desatan entre éstas. El espectáculo, que continúa.

El viejo zorro de la Nouvelle Vague desafía el tiempo con cada película, dando una nueva vuelta de tuerca a sus preocupaciones, que son las mismas de hace cincuenta años, cuando empezó a filmar, aunque las apariencias cambien con el tiempo. Cambian, pero siempre engañan y traicionan a los mismos incautos. El cronista de la provincia burguesa vuelve sobre sus pasos con una fábula corrosiva, La Fontaine convertido en entomólogo, donde una familia adinerada, una vieja gloria del Goncourt y una joven presentadora de la televisión local, la víctima propiciatoria, nos invitan a un baile de máscaras.

Los personajes de la fauna social, como en Brecht, develan su gestus, en sus máscaras y tras ellas, en una película que arranca con un croma verde, el telón crudo del mundo mediático, lleno de trucajes y gestos al vacío. La meteorología es una proyección tras una cara bonita, ingenua, inocente, “íntegra, pero con la tentación de dividirse”, explica Chabrol de la heroína que encarna el título, Una chica cortada en dos. Su madre es librera, pero ella se jacta de no haber leído un libro. También la cultura se revela como un arma de clase.

Aunque el punto de partida sea el asesinato de un famoso mujeriego a principios del siglo XX, un suceso llevado al cine por Richard Fleischer en La chica del trapecio rojo, en esta película antiromántica las perversiones no las llegamos a ver nunca, aunque Chabrol nos las deja imaginar nítidamente, parándose a las puertas de sus lugares secretos. Podría ser una puesta al día de La mujer y el pelele, cuya primera edición regala el escritor maduro a la joven presentadora. Por tanto, una película, también, sobre el imaginario masculino y los arquetipos femeninos que éste genera, aunque no los soporte: aquí a la chica “entregarse” le sale caro.

Chabrol afina su estilo yendo al grano de la historia con elipsis a cuchillo, exprimiendo en cada plano el jugo de la puesta en escena, su juego endiablado. Baste ver lo que hace con la imagen recurrente de la mano que los personaje van poniendo sobre el hombro del otro, una imagen que siembra más inquietud que amparo. Su mirada socarrona sobre la naturaleza humana vuelve a recordarme a la de Buñuel, aunque Chabrol con el surrealismo sólo coquetea. Por ejemplo al final, con la heroína refugiada en un teatro con su tío, que la ha rescatado para protagonizar un viejo truco de ilusionismo. Un viejo truco de feria, por fin sin dobleces, que la hace reconocerse a sí misma.

sábado, 17 de mayo de 2008

MEMORIAS


La memoria histórica, es decir, las representaciones colectivas del pasado tal y como se forjan en el presente, gestionada por los poderes públicos y propalada por los medios de comunicación, se ha transformado en una “obsesión conmemorativa” que recientemente nos ha enfrentado a dos sucesos de muy distinto signo, la sublevación madrileña del 2 de mayo 1808, un acontecimiento anclado en la mitología nacionalista característica del siglo XIX, y la rebelión de mayo de 1968, un jalón de la más reciente modernidad.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, con la financiación de Caja Madrid, ha promovido un bicentenario propagandístico, bajo el lema “Nación y Libertad”, empeñada en sostener que el estado español tiene 500 años. “Los hombres y mujeres que lucharon y murieron el 2 de mayo de 1808”, ha dicho en la inauguración de la conmemoración, “sabían que España era una nación muy antigua, sabían que España era su patria y sabían que compartían una cultura, unos valores y unas creencias con los otros doce millones de los entonces españoles”. Un guión franquista.

Para fabricar una tradición “gloriosa” se utilizan e interpretan unos hechos en menoscabo de otros. Por ejemplo, se silencia el infausto papel que desempeñó el clero y la monarquía en aquel conflicto, y que las tropas francesas eran aliadas y entraron en España bajo tratado y con cobertura jurídica y política. La visión oficial no puede tener aristas, aunque basta ver los grabados de Goya para comprobar la mezquindad y el sufrimiento de aquella guerra. El bicentenario tendrá su película, El Dos de Mayo, dirigida por José Luis Garci y financiada por la Comunidad de Madrid con 16 millones, esperemos que con un guión menos franquista que el que recita su generosa patrocinadora.

Sobre la rebelión de mayo de 1968 la derecha europea ha lanzado, sin perspectiva, una andanada exagerada. “La herencia de Mayo del 68 ha liquidado a la escuela”, dijo Sarkozy, y la derecha española no ha tardado en copiarle la ocurrencia en un documento donde además califica las ideas que lo inspiraron de “funestas, hipócritas y fracasadas”. Entre nosotros Mayo del 68, en plena dictadura, fue especialmente crudo. Empezó en febrero, con las universidades convertidas en espacios públicos de protesta política y cultural contra la dictadura, y culminó enero del 69, con el decreto del estado de excepción tras la muerte del estudiante Enrique Ruano a manos de la policía, un asesinato maquillado por el ministro de Información Fraga Iribarne y periodistas del pelaje de Alfredo Semprún.

Mayo del 68 es una experiencia todavía demasiado cercana y, aunque hoy se pueda rastrear su influencia en la emancipación de las mujeres, la normalización de la homosexualidad, el ecologismo o las ONGs, no tolera bien la “obsesión memorialista”, su transmisión manipulada y ritualizada. No puede formar parte de un “relato fuerte” si no es el que pretenden sus detractores, entre ellos algunos conversos de aquella revuelta, antiguos extremistas integrados en el nuevo orden mundial de la cultura de masas, que trivializan sus propios excesos.

La significación antiautoritaria y heterodoxa de Mayo del 68 no sirve para construir la nueva “religión civil” de la memoria instrumental. Su insumisión, tanto frente los poderes establecidos como a la izquierda oficial, se escenificó como un rechazo de las razones de la experiencia, a su jerarquía y autoridad, que consideraban falsa y expropiada. Antes que “transformar el mundo”, se trataba, ante todo, de “cambiar la vida”, antes el tiempo que el espacio, más Rimbaud que Marx, “la conciencia revolucionaria de hacer saltar el continuo del tiempo” que diría Walter Benjamin. Por ello Mayo del 68 se ha descrito muchas veces como una “interrupción” de la historia.

Las veces que el cine ha retratado con mayor fortuna el Mayo del 68 se observa esta interrupción de la cronología. Incluso Grands Soirs et petits matins, de William Klein, siendo una crónica diaria de los anhelos, malentendidos y abandonos de los huelguistas y estudiantes del mayo francés, montada y exhibida diez años después de filmar los acontecimientos, reaparecía para recordarnos que sus fantasmas podían volver en cualquier momento. Por su parte, Louis Malle tradujo el espíritu antiautoritario de la revuelta en una fábula sensual y libertaria llena de ironía retrospectiva, Milou en Mayo. Su ambiente campestre y atemporal apuntaba en realidad a otra experiencia del tiempo, aquella que señala que la cuna original del hombre es el goce. Más recientemente, Philippe Garrel nos ha ofrecido un balance fidedigno de las esperanzas colectivas perdidas, y de su vivencia individual, frágil y volátil, en Les Amants réguliers. Historia de revolucionarios y amantes en 1968 y un año después, Garrel retrata la revuelta “milagrosa” y la orfandad final de sus protagonistas, incapaces de hacer experiencia. Para los revolucionarios, sólo cuando la historia parecía congelada, transcurría realmente.

viernes, 9 de mayo de 2008

MARCEL HANOUN


Desde hace unos meses Marcel Hanoun nos brinda algunas de sus películas en su páginas web www.macinematheque.com. La página se abre con este manifiesto:

"En el crepúsculo de mi vida, como cineasta sé hace mucho tiempo (siempre lo he sabido) que la excepción y la diversidad cultural son trampas para hacernos creer que la cultura está separada del dinero, que no está condicionada por la previa rentabilidad financiera, que es un puro comercio del espíritu, insumisa a las reglas del vulgar comercio y su transacción.

"Casi nunca he vivido materialmente de mis creaciones cinematográficas. Sólo he soñado mis películas; en ellas he sido, la mayoría de las veces, el pintor y el escritor. Mis obras nunca han vivido a través de instancias, de instituciones sumisas y alejadas de sus deberes culturales.

"Con medios pobres e irrisorios, con la ayuda y la buena voluntad de los que han trabajado conmigo, he podido realizar mis películas. Las he robado, sacándolas de una zona de sombra, prohibida, ofreciéndoselas raramente al público. Mis películas no han tenido nada que ver con la propaganda de cierta inteligencia crítica, servil y de conveniencia, sin creatividad, sin curiosidad, que sólo sobrevive gracias a tomar partido por lo que tiene un horizonte comercial.

"Hoy regalo mi creación, ya consumada, a esa otra parte creativa y consciente de todos aquellos a los que se quiere encerrar para siempre en un ser anónimo despersonalizado, reduciéndolos a una masa globalizada: el Público.

"Personalmente, devuelvo a quien las quiera mis películas robadas."

Marcel HANOUN


En Documenta Madrid, el festival internacional de documentales, he tenido la suerte de ver la nueva película, Inaisissable image (Inaprensible imagen). A sus 77 años, Hanoun realiza un insólito autorretrato de su enfermedad y su tratamiento de diálisis, que tres días por semana le lleva de su casa en el campo a un hospital de París. Rodada en parte con un teléfono móvil, es una honda y al tiempo divertida reflexión sobre la enfermedad y el propio cine, ese cine libre y a contracorriente que Hanoun, uno de los padres de la “Nouvelle Vague”, viene explorando de forma metódica y audaz desde que realizara, allá por 1958, la extraordinaria Une simple histoire.

Inaisissable image es también un canto a la vida, a la vida que el veterano maestro logra exprimir a cada instante, a cada imagen, desde su retiro voluntario del comercio del cine, desde su paciente y solitaria labor de artesano, con la que reinventa en cada película la práctica de su oficio, sus inagotables posibilidades formales. Pero Hanoun no es un formalista, sino alguien preocupado por su tiempo, por su huella presente. Muchas de sus películas parten de casos recogidos por la prensa, “faits divers” que el director aborda cuestionando radicalmente los mecanismos narrativos y de representación corrientes, sin recurrir a su vulgar uso como moneda de cambio, indagando siempre en las inesperadas relaciones entre las imágenes, los sonidos y las palabras.

En Inaisissable image se retrata como un hedonista, celebrando un popular plato de “cassoulé” después de la diálisis. Hanoun, que ha realizado algunas de las más penetrantes incursiones fílmicas en el universo concentracionario, como L'authentique procès de Carl-Emmanuel Jung (1967), recreación imaginaria del proceso a un criminal nazi, es ante todo un cineasta de la sensualidad, como lo demuestra en Cela s’appelle l’amour (1989), Un arbre fou d'oiseaux (1996) y tantas películas suyas. Abocado a la austeridad, con los nuevos medios electrónicos rueda y monta sus obras más recientes, su “cine numérico”, filigranas de economía expresiva en las que muchas veces, desde su concepción materialista, aborda el tema de la espiritualidad: en Le Verite sur l'imaginaire passion d'un inconnu (1973), relectura del Evangelio de San Juan, o Je meurs de vivre (1994), cuyo título toma prestado de los famosos versos de Teresa de Ávila.

Al final de Inaisissable image vemos a Hanoun que llega canturreando a la Cinemateca francesa para depositar su penúltima película. A este hombre de cine es seguro que le quedan muchas películas por hacer. Contra viento y marea, está claro que seguirá haciendo películas de hoy para mañana, con su exigencia de siempre, en la que sedimenta su meditada obra. Las tildan de “malditas”, “marginales”, “ocultas”, pero ningún calificativo les hace justicia. Como su amigo Robert Bresson, es un cineasta inclasificable. “Cineasta de cineastas”, inimitable, pero fuente de inspiración para muchos. Entre los españoles, Javier Rebollo, Marc Recha y José Luis Guerín, que ha anunciado un “remake” de Une simple histoire.

viernes, 2 de mayo de 2008

BAMBI MEETS GODZILLA


Un entrañable Bambi olisquea despreocupado unas flores en un prado, mira a su alrededor, parece levantar las orejas atisbando el peligro, pero, antes de que pueda reaccionar, un monstruo enorme, Godzilla, pisa el prado y hace papilla a Bambi. Fin. Esta película de dibujos animados de dos minutos de duración, Bambi Meets Godzilla, dirigida en 1969 por Marv Newland, hizo las delicias del joven escritor David Mamet antes de que éste empezara a trabajar como guionista y encontrara en su argumento una metáfora del funcionamiento del negocio del cine.

Bambi contra Godzilla. Finalidad, práctica y naturaleza de la industria del cine, recién publicado por la editorial Alba, es su nueva reflexión sobre Hollywood. Después de Una profesión de putas, un título con el que se refería principalmente al oficio de guionista, Mamet dibuja con causticidad a lo largo de una serie de afilados artículos una industria darwinista dispuesta a reprimir la valía de los creadores y a cercenar la imaginación del espectador en aras del éxito de una forma de “entretenimiento mala, vacía y adictiva”.

El guión sigue siendo el “enemigo natural” de los ejecutivos de los estudios, una gente que procede más de la gerencia que del mundo del espectáculo, y que por tanto consagra su tiempo a la manipulación de acciones y las fusiones. Para ellos el guión no puede ser más que “un valor discutible”, donde todos pueden meter mano. La intuición del guionista queda proscrita, sólo cuentan los estudios de audiencia para “aplicar una norma idealizada del comportamiento humano”.

“En nuestra locura, hemos puesto el entretenimiento, que es como decir el barniz del arte, al servicio del mecanismo represivo”, sentencia Mamet. Se reprime “el conocimiento de nuestra propia valía”, tanto de los creadores como de los espectadores. Según Mamet, el espectáculo se ha convertido en una forma de autoridad única en la historia: “La Administración, como las antiguas comedias de situación, ha descubierto que, ante un público inmovilizado, una exhibición de la propia forma es entretenimiento suficiente”.

Mamet no se consuela con el lamento. En él resiste una confianza plena en el cine por su capacidad de conjugar lo dramático y lo plástico. Para el autor de Oleanna, la estructura dramática se reduce esencialmente a la creación y la postergación de la esperanza. Tiene que ver con la “expectación”, con una “gratificación aplazada”, con “el goce del aplazamiento del goce”, mientras que el “espectáculo pseudodramático” estaría “no sólo estética sino fisiológicamente” más cerca de “la ingestión” o “el ayuntamiento carnal”.

A pesar de todo, parece decirnos, el drama resistirá siempre, porque “al participar en el drama, como en la cacería, en el sexo, en la guerra y, curiosamente, en el cine, nos remontamos a una humanidad irreductible”. “¿Quién quiere qué de quién? ¿Qué pasa si no lo consigue? ¿Por qué ahora?” Basta con responder rigurosamente a estas preguntas para escribir una historia, sostiene Mamet.

jueves, 24 de abril de 2008

MORETTI VERSUS BERLUSCONI


Para mayo está anunciado el estreno de Caos calmo, la película escrita y protagonizada por Nanni Moretti, dirigida Antonello Grimaldi, que ha encendido la ira de los obispos italianos por una escena de alto voltaje sexual. Basada en la novela homónima de Sandro Veronesi, editada en España por Anagama, la escena en cuestión es parte del libro, un éxito de venta en Italia, que obtuvo el prestigioso premio Strega. Nada, pues, que no se esperara. Aunque la película trata de un padre en crisis por la muerte de su esposa a través de la relación con su hija, el “padreNicolo Anselmi, encargado de los asuntos de juventud del Vaticano, sólo ha visto sexo y ha apelado a la objeción de conciencia de los actores para que no se sometan a semejantes escenas. No deja de ser sorprendente que la Iglesia, cuando se ocupa de la vida pública, limite el ejercicio de su poder espiritual a la vida biológica, mientras que las guerras y las injusticias se las despacha con vagas declaraciones genéricas, tal y como hemos visto en la reciente visita del Papa a Estados Unidos.

De Moretti nos hemos quedado sin ver en los cines españoles Il caimano, su última película como director, y quizá la más provocadora y ambiciosa de cuantas ha realizado el cineasta italiano. Es una historia de amor, un homenaje al cine y una reflexión política, todo ello estrechamente imbricado con su característico estilo libre en estado de gracia. Quizá sea la película que mejor refleja la Italia de hoy, donde el recién electo Primer Ministro, además, tiene un papel principal. Aunque su sombra planee por toda la película, los protagonistas son un productor de serie “B” (Silvio Orlando) y una joven directora (Jasmine Trinca) sin experiencia ni poder alguno, los únicos que, según Moretti, podrían hoy hacer una película sobre Berlusconi, “un proyecto impensable actualmente en Italia”. Ningún actor ni director ilustres estarían dispuesto a hacerla, ni ninguna televisión a financiarla. Por ello no es tanto una película sobre Berlusconi como sobre la imposibilidad de hacer una película sobre Berlusconi, como ha señalado Jonás Trueba.

Moretti, activista político del movimiento de los "girotondi", desconfía sin embargo de la pertinencia de un cine político “tout court”, como alguna vez lo hizo el cine italiano, aunque ello no es óbice para que brinde un cariñoso homenaje a Giuliano Montaldo, el director de Sacco y Vanzetti, modelo de artesano sabio y apasionado del cine, que también tiene papel en la película: como empleado de la desfalleciente factoría de serie B, rescatado in extremis para hacer una película sobre la vuelta a las Américas de un Cristóbal Colón interpretado por el desertor del papel de Berlusconi, un autoparódico Michele Placido. Al final el propio Moretti en un golpe de genio a lo Jerry Lewis accede a travestirse de Berlusconi para cerrar su película en una clave alegórica que también recuerda a Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha de Elio Petri: “su” Berlusconi lanza un órdago contra la Magistratura que le ha condenado. Los jueces son agredidos por los simpatizantes del político mientras éste se aleja tranquilamente en su coche del descabalado escenario político que ha dejado a su paso. La sentencia no se hará firme, la cosa continuará, se nos sugiere, y así se ha confirmado con la nueva elección del capo, que así podrá seguir haciendo las leyes que legitimen su impunidad.

Moretti reprocha a la izquierda institucional italiana que acepte sin rechistar la aventura política de alguien que es dueño de la mitad de los canales de televisión, de los diarios y las radios, y que tiene intereses económicos en todos los sectores industriales. “Lo que no entiende esta izquierda es que no es banal recordar esto, lo que es banal es la realidad italiana”, denuncia Moretti, que se resiste a aceptar como normal que un hombre que es dueño de medio país sea también el jefe de gobierno. El progresismo de hoy consiste en transigir en aras de la “gobernabilidad”, porque se da por hecho el primado del derecho y la economía sobre la política, escribe a propósito el filósofo de la política Giorgio Agamben. La izquierda oficial rehuye todo conflicto social para dejar que las cosas se produzcan y luego poder orientarlas en la dirección oportuna. Por este camino “las guerras se convierten en operaciones de policía, la voluntad popular en un sondeo de opinión y las elecciones políticas en una cuestión de management, cuyos modelos de referencia son la casa y la empresa, y no la ciudad”. J. Vidal Beneyto define este ocaso de la Polis o Res Publica como “el ciclo de la absoluta privatización de la política, mediante la absoluta politización de lo privado”. Berlusconi “il caimano” es el máximo exponente europeo de esta nueva forma de concebir la política.

jueves, 17 de abril de 2008

PELÍCULAS HUÉRFANAS



Hubo un tiempo en que las películas eran abandonadas o destruidas después de su explotación comercial. Luego unos visionarios comenzaron a promover por su cuenta y riesgo su preservación y almacenamiento, y se convirtieron en tesoros culturales. Se crearon las filmotecas como lugares de abrigo y estudio, para luchar contra el deterioro y la desaparición de las películas. Después el desarrollo de nuevas ventanas y soportes electrónicos para el almacenamiento, la circulación y explotación comercial de las imágenes originaron un complejo tinglado jurídico de derechos de autor, derechos morales y propiedad de copyright que doblegaron su consumo público al servicio exclusivo del poder económico. Hoy, en la llamada sociedad de la información, la economía es el motor de la cultura, y no al revés.

Frente a la utopía de una cinemateca global electrónica que supondría el eterno retorno de la historia de las imágenes en movimiento, nos encontramos cada vez más ante el panorama desolador de las películas huérfanas. Huérfanas porque nadie quiere verlas y por tanto ningún distribuidor las hace accesibles mediante pago. Quizá porque no tuvieron fama en su momento, aunque aquella fama que no obtuvo quizá no signifique nada más pronto que tarde. Pero no hay tiempo de volver sobre ellas, si no suponen un rápido ejercicio económico están condenadas a desaparecer. Nadie está dispuesto a soportar el coste de su preservación. Si guardaban algún tesoro oculto que sus contemporáneos no supieron ver, se lo llevarán consigo para siempre.

Hay películas que han quedado huérfanas debido a la confusa situación legal creada con el tiempo en torno a sus diversas modalidades propiedad. Derechos que se han ido repartiendo y evaporando hasta perderse su pista, películas sin valor monetario porque no hay nadie que acredite su propiedad, por lo que quedan marginadas del consumo público. Muchas de ellas hoy sobreviven como un estertor electrónico, en la forma de una señal deficiente en La Red. A veces se transforman en otra cosa, por ejemplo en un remake. La cesión de los derechos de autor de Aquel maldito tren blindado, dirigida por Enzo G. Castellari en el no tan lejano año de 1967, le ha bastado a Quentin Tarantino para hacer su propia versión de aquella película, de la que hoy ninguna productora acredita el copyright.

Ayer tuve ocasión de ver una película rescatada del limbo gracias a una televisión pública, la balear IB3. El programa “Illes de Cinema”, dedicado a las películas rodadas en las islas, ha localizado y restaurado, a partir de fragmentos de positivo y negativo de diversa procedencia, una película huérfana, Ley del mar, un melodrama rural realizado en 1950 en escenarios naturales de Mallorca. Su director, el veterano Miguel Iglesias Bonns (Barcelona, 1915), participará en el coloquio posterior a la película que modera Simón Andreu. Su vieja obra, hasta ayer olvidada y a punto de desaparecer, reaparece hoy como un tesoro cultural único de la memoria visual de la isla.

viernes, 15 de febrero de 2008

DESPUÉS DE LOS PREMIOS


La reciente edición de los premios de la Academia de Cine ha puesto sobre el tapete una cierta tendencia a la polarización de la producción cinematográfica. Por un lado un exponente del actual cine de masas, El orfanato, el sorprendente debut de Juan Antonio Bayona en el género de terror, y en el otro extremo La soledad, el segundo largometraje de Jaime Rosales, una película intimista y minoritaria, de las llamadas de “culto”. En medio Las 13 rosas, del experimentado Emilio Martínez Lázaro, recreación histórica de un triste episodio de la represión franquista, según el modelo clásico del cine nacional-popular, eclipsada en cierto modo por los premios recibidos por los otros dos títulos.

El orfanato acumuló la mayoría de los premios técnicos, más los de la dirección novel y el guión. Lleva camino de convertirse en la película más taquillera de la historia del cine español en un año en que se ha profundizado la baja de la asistencia de espectadores a las salas y en el que nuestro cine sólo ha alcanzado una cuota de mercado del 13,3%. Las 13 rosas, con un ejercicio comercial estimable a sus espaldas, también sumó premios de los considerados técnicos, más el actor de reparto (José Manuel Cerviño), la música (Roque Baños) y la fotografía (José Luis Alcaine). Pero La soledad, con los premios a la mejor película y dirección, además del actor revelación (José Luis Torrijo), consiguió el pleno de sus nominaciones y se convirtió en la ganadora de la noche.

La soledad ha dado visibilidad a una corriente cinematográfica, rayana en la experimentación, tradicionalmente ausente de los premios de la Academia de Cine. Película de bajo presupuesto y modesto rendimiento comercial, tiene ahora la oportunidad, al reestrenarse en varias capitales, de encontrar un público más amplio, una clase de espectador que no se mueve por el taquillazo y que ha perseguido antes un cine más radical en cinematografías extranjeras que en la propia. El respaldo de la Academia a esta producción independiente, realizada con la participación de TVE, consagra un tipo de cine que hoy tiene poderosas razones para hacerse notar, precisamente por escapar a la casuística formularia del mercado. En esto los académicos españoles han seguido el ejemplo de los franceses, que el año pasado también respaldaron una película fuera de la corriente mayoritaria del mercado, la excelente Lady Chatterley, de Pascale Ferran.

Entre la película mediática, producida, distribuida y publicitada “a la americana” bajo el paraguas de las televisiones privadas y sus acuerdos con las majors, y el cine de culto, fruto de la ambición artística, la perseverancia y el apoyo de los organismos públicos, la tierra media del cine parece sufrir una cierta crisis tanto en el plano de la producción y el mercado como en sus modelos creativos. Como si el cine se planteara hoy un debate entre el cine como cultura de masas y el cine como hecho artístico, dejando para el recuerdo de otros tiempos la significación que tuvo como cultura popular.