jueves, 28 de junio de 2007

HORACIO QUIROGA


El maestro del cuento latinoamericano Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937) fue uno de los primeros escritores de su tiempo que se dejó cautivar por el primer cine. Lo sabíamos por los maravillosos cuentos de este empedernido lector de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant y Rudyard Kipling, y lo podéis comprobar leyendo aquí una de sus obras maestras, El espectro, un relato en el que, como en El vampiro y El puritano, trató el tema del enamoramiento de la imagen femenina del cine, adelantándose a La invención de Morel de Bioy Casares.

Ahora la editorial Losada ha publicado el volumen titulado Cine y Literatura, donde se recogen sus críticas de películas y artículos sobre cine escritos entre 1919 y 1931. En ellos se lee el cine de su época como si aconteciera ahora mismo, desde la prosa cristalina de este escritor visionario. Quiroga escribe sobre técnica y puesta en escena, convenciones y censura, Griffith y Thomas Ince, y sus artículos sobre las actrices del cine mudo anticipan las reflexiones de Edgar Morin en Las stars y el apasionamiento de Truffaut por las estrellas del cine.


“No cultiva las desnudeces lentas y graduadas de Gloria Swanson, ni el trémulo extravío de manos de Lidia Borelli”, escribe sobre
Bebe Daniels, la actriz que “ejerce más bien de muchachita aturdida” y “muestra predilección por sentarse sobre las piernas en los divanes”. Llama “gratuita” a la seducción profunda e irresistible que emana “de su color moreno pálido, de su larga mandíbula, de su nariz acentuada, de su boca poco académica, y de los veintiún matices con que hace jugar cada una de las comisuras de los labios”, y nos avisa: “Por muchísimo menos, otras criaturas han sido condenadas al fuego eterno”.

Quiroga considera el cinematógrafo “un arte íntimo de la expresión”. Sobre el hosco
William S. Hart, que por toda seducción externa ostenta “un pantalón y un par de botas embarrados”, se pregunta a qué se debe el encanto que despliega sobre “una chica que de los hombres no conoce sino el corte de sus smokings y la tirantez de sus gominas?”. Y se responde: “Curioso es comprobarlo: pura y exclusivamente a la energía de su carácter. Vale decir, a la arista más aguda del alma primitiva, que la civilización urbana ha desgastado, nivelado y aceitado, al punto de ser un mérito no tenerla más”.

En sus apuntes sobre el cine naciente y sus intérpretes, el escritor de cuentos fantásticos advierte la pérdida de los gestos de una época que el cine mudo se encarga de convertir en hados. Fascinado por la ilusión de inmortalidad que provoca la imagen cinematográfica, Quiroga encuentra en el cine un fiel trasunto de su ideal del arte como expresión de la vida, una vida cada vez más desnaturalizada e insondable, de la que el cine recupera sus gestos para convertirlos en destino. De esta emergencia y desaparición trata el cinematógrafo y la “nueva era” que según Quiroga inaugura, un tiempo donde lo literal se vuelve metafórico y el mundo se configura en un entramado de existencias paralelas.

En sus apuntes sobre el cine naciente y sus intérpretes, el escritor de cuentos fantásticos advierte la pérdida de los gestos de una época que el cine mudo se encarga de convertir en hados. Fascinado por la ilusión de inmortalidad que provoca la imagen cinematográfica, Quiroga encuentra en el cine un fiel trasunto de su ideal del arte como expresión de la vida, una vida cada vez más desnaturalizada e insondable, de la que el cine recupera sus gestos para convertirlos en destino. De esta emergencia y desaparición trata el cinematógrafo y la “nueva era” que según Quiroga inaugura, un tiempo donde lo literal se vuelve metafórico y el mundo se configura en un entramado de existencias paralelas.


Reproducimos a continuación uno de un textos sobre el actor
William S. Hart, publicado el 1 de junio de 1922 en la revista Atlántida.

LA MORALIDAD EN EL CINE. WILLIAM HART

Con El mar de arena, historia sentimental de una travesía del desierto, vuelve a presentarse en la pantalla este actor, de relieve tan singular que merece que nos detengamos a considerarlo.

Hart personifica sobre todo, y por encima de todo, al varón. No existe en todo el cine un ser de rostro menos agraciado que el suyo. Pasa visiblemente de los cuarenta y cinco años. Es tosco –por lo menos en la pantalla–, y simula a maravilla ser muy tímido en achaques de amor. No es pues ni buen mozo, ni joven, ni elegante, ni ha desempeñado que sepamos papeles de intelectual. ¿A qué se debe, entonces, el prestigio que entre el bello sexo tiene este actor tan desprovisto de seducción?

Curioso es comprobarlo: pura y exclusivamente a la energía de su carácter. Vale decir, a la arista más aguda del alma primitiva, que la civilización urbana ha desgastado, nivelado y aceitado, al punto de ser un mérito no tenerla más. Con tales aristas, pues, ásperas y violentas hasta convertir al actor en oso perpetuo, Hart goza, a los cincuenta años, de muy sentimentales privilegios en el corazón de las tiernas jóvenes en honor de su temple viril, no la tosquedad, la madurez y la vieja cara de gorila de su héroe espectral.

Con nuestro urbano concepto del hombre paladeado y sopesado en cotillones y garden parties, nada extraño que la predilección femenina corra hacia Wallace Reid, Tomás Meighan, Valentino y demás buenos mozos profesionales. De más o menos, todos ellos ofrecen a la pupila pensativa de una niña apenas mujer, la juventud, el donaire y la belleza del soñado ideal.

Pero Hart nada de eso puede ofrecer: ni juventud, ni elegancia, ni felina seducción. Ese hombre viejo es un simple símbolo de lo más característico del varón: la energía masculina del carácter. Sus conquistas en la pantalla tienen todas por base la manifestación de esta dura cualidad del alma. Y si a pesar de ella llega el hombre a conquistar, ello se debe a que en el fondo de esa aspereza insultante, anida una gran ternura, celosamente oculta por pudor viril.

Como en nuestras salas de cine, son comúnmente en la pantalla jovencitas las que se sienten estremecidas de amor por el rudo varón. Para mayor contraste, es casi siempre en el campo, en los bosques, en los páramos de hielo, donde se despliega su energía, ostentando por toda seducción externa un pantalón y un par de botas embarrados. ¿Qué puede ver, qué encanto puede hallar en tal viejo y feo hombre así vestido, una chica que delos hombres no conoce sino el corte de sus smokings y la tirantez de sus gominas?

Nada, a no ser la fuerza y el temple del carácter, dos cosas que ignora en su medio ambiente, pero que la arrastra irremisiblemente hacia el rudo varón que las posee.

En las minas, en los orajes, en el desierto: donde quiera que Hart ha actuado, sus cintas han sido un constante himno al esfuerzo personal, un durísimo triunfo del trabajo, del valor, y la fe en una y otra cosa. No pocas veces el protagonista ha llegado al simbólico Oeste con el valor perdido y la fe extraviada. Es unas veces un vencido por inadaptación a la lucha urbana, y otras un mozo dilapidador, estéril e inútil en la vida del mundo. Y en todos esos casos, hemos asistido a la regeneración del hombre por la vida libre y el trabajo manual.

No importa la clase de trabajo: ingeniero, cow-boy, peón de mina. La regeneración quedaba cumplida desde el momento en que el hombre saboreaba el triunfo sin par: el de su propio, duro y útil esfuerzo.

Nunca seremos bastante gratos a esta tendencia particular y exclusiva del cine norteamericano. Su incansable canto a la energía del varón compensa con exceso las innumerables tonterías que nos sirve a la par. Hay en este himno al trabajo, por grosero que sea, una prédica de moralidad superior, que no se aprecia en lo que vale. Mientras el verso, la novela y el teatro se desgastan pellizcando en minucias decorativas o adulterios muy bien sobrellevados, place ver en la popular pantalla una ruda y fresca historia del Oeste, cuyas pasiones giran alrededor de las simples manos encallecidas de un varón.

miércoles, 20 de junio de 2007

EPPUR SI MUOVE!

Tras un prodigiosa carrera en el campo del cortometraje, Félix Viscarret ha estrenado su opera prima, Bajo las estrellas, cuatro veces premiada en el festival de Málaga, con los premios a la película, la dirección, el guión y el actor protagonista (Alberto San Juan). Es una personal adaptación de El trompetista del Utopía, la novela de Fernando Aramburu, que cuenta el regreso al hogar familiar –en Estella, Navarra– de un trompetista fracasado que toca el metal en garitos de mala muerte de Madrid.

No es el retorno del hijo pródigo ni un regreso al paraíso, es la vuelta de un crápula a un paisaje ciertamente hermoso, pero asfixiante, cercado por industrias fallecientes y poblado por individuos embrutecidos y con peligrosos prontos de violencia fanática. Se quiso salir de ahí en busca de otros horizontes, pero ahora, rotos los sueños, se vuelve para enterrar el cadáver del padre, un requeté que en paz descanse, él y su
tradición religiosa y monárquica.

Las peripecias comienzan justo al regreso, en esta desarbolada Itaca, un ambiente hostil más propio del universo western, como indican enseguida la gráfica de los títulos de crédito y la música de banjo, adonde llega nuestro (anti)héroe con una trompeta por pistola. Aquí sus compinches son el lunático de su hermano (Julián Villagrán), escultor de hierros residuales, una mujer golpeada por la vida (Emma Suárez) y, sobre todo, la hija de ésta (Violeta Rodríguez), unos ojos abiertos de par en par para volver a ver el mundo, como en aquella lejana Alicia en las ciudades de Wim Wenders.

En los márgenes de la sociedad, esta banda de excluidos lo tiene difícil para ayudarse mutuamente, también porque son víctimas de los propios errores y torpezas. Pero nuestro trompetista tiene algo de Ave Fénix, sus lágrimas son curativas y finalmente es capaz de resurgir de sus cenizas. El Hogar que acaba formando, con su anhelada paz, está construido sobre toda clase de disfunciones y ruinas. Tiene algo de paradójica ironía, pero sus lazos son más fuertes y auténticos que los que bendice la sociedad bienpensante.

La puesta en escena de Viscarret también se comporta con un “fuera de la ley”. Jump cut, animación de foto fija, cámara a mano o plano secuencia conviven en su seno según respira la historia. Se compone a trazos de energía, de impulsos vitales, de pura supervivencia, y el relato se arma donde menos se le espera. Tiene mirada de pintor o poeta para encontrar en el detalle la cifra del misterio que nos cuenta: la vida que se desentraña constantemente, hecha de jirones. Y cuanto más física es su imagen, más se palpa su belleza.

Ahora Bajo las estrellas arranca entre las películas más vistas de la cartelera y se la saluda como la sorpresa española del año, pero hasta que el festival de Málaga apostó por ella, nadie la quiso. Casi dos años ha estado durmiendo en las latas. Fernando Trueba la produjo como lo ha hecho siempre, con artesanía e independencia. No contó con una distribución previa y encontrarla ha sido un calvario. La ceguera establishment de nuestro cine la escupía: quienes no habían decidido hacerla, no la consideraban su “negocio”. Ni el de nadie.

Ante este estado de cosas, no es de extrañar que otro productor de largo recorrido, Andrés Santana, haya decidido distribuir por su cuenta y riesgo su última producción, La caja, la opera prima de Juan Carlos Falcón. Sin caer en la campaña contra el cine español que venimos padeciendo, con huelgas de exhibidores y encuestas tendenciosas, que consideran el cine una mercancía más y comprar una entrada el equivalente a un voto en unas elecciones democráticas, es un hecho que a la industria le falta autocrítica y revisar los modelos que propicia.

El dominio de las televisiones y la integración vertical de las estructuras de producción, distribución y exhibición han llevado a la asfixia los sueños de independencia de nuestros productores. Pero en las aguas revueltas del cine de hoy aún quedan algunos que resisten la corriente y no abjuran del papel que les corresponde. Bajo las estrellas resuenan las palabras que Galileo murmuró con cabezonería contra el dictado de la autoridad: Eppur si muove!

sábado, 16 de junio de 2007

LA SOLEDAD


El tiempo es apenas narrable, pero no inenarrable. Mientras el espacio está en torno a nosotros, el tiempo siempre está en nosotros y es difícilmente comunicable, por mucho que lo deseemos. Es la forma de nuestro sentido interno, de la percepción que tenemos de nosotros mismos, que diría Améry. La soledad de Jaime Rosales se adentra con sensibilidad y valentía en ese “apenas narrable” del tiempo vivido.

La película retrata la vida cotidiana de dos mujeres de edad y ambiente diferentes. Antonia, madre de tres hijas adultas, comparte su vida con un hombre, aunque ambos mantienen sus propios apartamentos. Adela, una joven separada y con un hijo de un año de edad, después de abandonar su pequeño pueblo natal e instalarse en Madrid, donde intenta emprender una nueva vida, comparte apartamento con una de las hijas de Antonia y un hombre.


Las rutinas y relaciones, los gestos y silencios de ambas protagonista y de los personajes de su entorno se observan con minuciosidad, sin voyeurismo, desde una meditada distancia. Por medio del sistema de la “polivisión”, con el que divide la pantalla cinemascope en dos mitades iguales, la película presenta en un 30% de su metraje dos puntos de vista sobre una misma escena, bien mostrando dos ángulos sobre un mismo espacio, bien mostrando una visión simultánea sobre dos fragmentos de un espacio más amplio.


La partición de la pantalla crea falsos raccords o enlaces entre imágenes fuera de la lógica del lenguaje y la costumbre, dejando en evidencia la imposible solidaridad espacio-temporal, la futilidad de las metáforas “espaciomorfas” con las que solemos referirnos al tiempo. Con esta otra visibilidad, Rosales intenta captar el puro hacerse tiempo del tiempo, los recuerdos que intentan anularlo, el peso de la muerte que nos indica su irrevocabilidad, y los gestos con los que asumimos y soportamos el angustioso descubrimiento del propio tiempo, de su desorden.


El espacio doméstico que se nos muestra cada tanto fragmentado es objeto de discusión por parte de los personajes, como cuando las hijas de Antonia riñen por la venta de la casa materna, que una de ellas pretende forzar para comprarse un apartamento en la playa. El dinero aparece entonces en el centro de las conversaciones, ese dinero con el que se pretende comprar tiempo, y del que se acaba obteniendo un espacio de recreo donde conjurar a la muerte.


Hay quien discute La soledad por la rigidez de su composición y la naturalidad que persigue en sus actores, demasiado forzada en algunas ocasiones. Va con sus riesgos, que a mí me resultan muy sugestivos. Como Lo que sé de Lola de Javier Rebollo, la película de Rosales recuerda ciertos postulados de Chantal Ackerman, sobre todo a su obra maestra Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles. Son dos de las películas española más interesantes de estos últimos años, ambas alejadas de los caminos habituales de nuestro cine.

martes, 5 de junio de 2007

DETRÁS DE NUESTRAS IMÁGENES

Con motivo de los 20 años de su aventura editorial, Plot ha publicado el catálogo de sus fondos con artículos de escritores y cineastas que comentan algunos de sus libros. Rafael Azcona escribe sobre la publicación de guiones, Daniel Gascón sobre Antón Chéjov, Javier Cercas sobre François Truffaut, Manolo Matji sobre Picture. Rodando con John Huston, José Luis García Sánchez sobre Buñuel por Buñuel, José Latova sobre Picasso & Lump, David Trueba sobre El arte del montaje, Jonás Trueba entrevista a Patrick McGilligan a propósito de Backstory 4 y Carlos Trueba hace balance de los veinte años de la editorial. Un servidor colabora con el siguiente texto sobre el libro de Luc Dardenne Detrás de nuestras imágenes.


Después de casi una década dedicados al cine documental, y tras dos primeras tentativas de largometrajes de ficción, los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne hallaron la senda de su cine con La promesa (1996), presentada en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes y premiada en el Semana Internacional de Cine de Valladolid, tras la que vinieron Rosetta (1999, Palma de Oro en Cannes), El hijo (2002, Mejor Actor en Cannes) y El niño (2005, Palma de Oro en Cannes). El diario de Luc Dardenne Detrás de nuestras imágenes –publicado por la editorial Plot junto a los guiones de sus dos últimas películas en un mismo volumen– arranca precisamente en la gestación de La promesa y culmina con la realización de El niño. A través de sus páginas se sigue paso a paso la evolución de su apasionante filmografía y se extrae una bella y profunda reflexión sobre el cine.

En La promesa los Dardenne se desprendieron de las servidumbres de la financiación, el casting y la comodidad técnica que les habrían permitido hacer “una gran película” y optaron por la “pobreza de medios” para encontrar la forma de su cine. Decidieron “no participar en esa gran empresa de clonación que hace que nada nuevo acceda a la existencia cinematográfica” y salieron en busca de “nuevos cuerpos”, distintos a los empleados en esa reproducción. ¿Qué cuerpos filmar y cómo filmarlos?

Los Dardenne conciben el cine como un “estado” cuyo elemento sería antes el gesto que la imagen. Lo que filman del joven Igor en La promesa, de Rosetta, de Olivier y Francis en El hijo y de Bruno en El niño son sus “movimientos morales”, la gestualidad pura que vincula el cine al orden de la ética y de la política. Un cine materialista, de los cuerpos y de las cosas, y de la respiración y la corriente entre ellos, que libera a la imagen de su rigidez mítica para prolongarla más allá de sí misma. “Antes de que Rosetta entrase en la película ya existía, y después del último plano de la película, seguirá existiendo”, escribe Luc Dardenne en su diario.

Contra la “interioridad” del actor, su íntima exterioridad. “Está ante la cámara, se comporta”. Cuando el actor quiere expresar algo, lo rechazan. “La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo”. En esto siguen la enseñanza que Robert Bresson extrajo de las reflexiones sobre el automatismo de Montaigne, cuando el clásico afirmó: “No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano va a menudo donde no la enviamos”. La “interpretación”, si les vale el término, es como un relámpago en la epifanía de la memoria involuntaria.

Para los Dardenne no se trata tanto de encuadrar la imagen como de “perder el encuadre en la materia”, siempre dentro de lo que se mueve, de lo que no encuentra su forma o su imagen. Así dan con la apremiante agitación de Rosetta, la chica que busca un verdadero trabajo “simplemente para existir, para no desaparecer”. O con el enigmático ir y venir de Olivier, filmado desde la nuca, omitiendo su mirada, buscando “el punto de vibración” de su cuerpo cuando ve entrar en el taller de carpintería al muchacho que mató a su hijo, para que el espectador se sitúe ante el misterio y “tiemble” con él.

“Encontrar el plano que encuadre la invisibilidad de los otros planos”, anota Luc Dardenne con su escritura aforística. Su cine se esfuerza en “narrar lo invisible”, como esa relación de paternidad y filiación, aparentemente imposible, que nace entre Olivier y Francis. “Estar en la mirada, no en la intriga”, en el tener lugar de las cosas, y que las situaciones lleguen o surjan como “acontecimientos imprevisibles”, como el momento en que Bruno, después de vender a su hijo y mentir sobre ello a la madre, escapa a la influencia del mal y se reconcilia con la vida, sorprendido, sorprendiéndonos. “La verdad, el bien aparecen entonces como una revelación. Revelación que es liberación de todas las intrigas”.

El cine como antidestino, ni rastro del “cineasta guardagujas” que organiza los desarrollos de un plan. “Que la clave no pueda pasearse más, que sea la cifra del documento”. Contra lo novelesco, pequeñas acciones concretas, estrategias y, sobre todo, accesorios. “En el cine, lo esencial son los accesorios”, afirma en su diario. “A fin de cuentas el cine es filmar cosas muy concretas, como los manguitos de Charlot en los que la niña escribe las letras de la canción”. Así extrae la relación padre/hijo, a través de los gestos del trabajo, o se expone la íntima impropiedad de Bruno, a través los engranajes que le exige el trabajo del mal y la construcción de su mentira. “Un elemento para el próximo guión: la puerta desencajada que nadie arregla”.

¿De qué modo un simple hecho se convierte en un acontecimiento? ¿Cómo llegar a crear la ficción a partir de una realidad ordinaria? Luc Dardenne cuenta que dejaron de escribir un guión porque la historia se les había vuelto demasiado psicológica: “La situación es demasiado buena para la ficción y no es un documento sobre nuestra época”. Como Borges, no buscan inventar ficciones, sino hechos. Hechos de la vida ordinaria, de una realidad cualquiera: “Comida. Bebida. Alojamiento”, de eso trata Rosetta, “y de aquello que une a esos tres elementos: el trabajo y el dinero”.

Una constatación de Emmanuel Levinas es también la constatación de su cine: “La vida espiritual es esencialmente vida moral y su lugar predilecto es el económico”. A partir de esta verificación, su cine se pregunta qué significa ser humano hoy, “pero no en general, sino en las situaciones concretas y extremas que la sociedad construye hoy en día”. Los Dardenne nos presentan personajes que “sufren y hacen sufrir”, que se mueven en una zona de indistinción entre la víctima y el victimario. “Filmar a ese ser que se ha convertido en un acto de resistencia cinematográfica” contra “el consenso de la ética de la piedad” y “la estética sacrificadora” que propagan los medios de comunicación.

Sus personajes son seres singulares, pero de una singularidad cualquiera, que declina cualquier identidad o condición de pertenencia, por lo que suelen situarse en los márgenes del Estado: su sola existencia es ya un desafío para éste. Todo su cine es una prueba de imaginación o fuerza moral para ponerse en el lugar de este otro cualquiera. A veces, hasta los propios personajes ocupan en la película el lugar del otro, como Olivier y Francis en la carpintería, debido a la relación de aprendizaje. “Quizá sea eso el espejo del arte cinematográfico. Permitir al espectador equivocarse sobre su persona. No reconocerse, tomarse por otro, ser otro. Percibir, en la noche de la proyección cinematográfica, al otro, que eres tú mismo, pero que tu mirada diurna te ocultaba”.

En su limbo moral y social, los personajes de los Dardenne “deben reaprender a existir más allá de su voluntad de supervivencia, reaprender qué es humano en el hombre, habría dicho Vassili Grossman”. “¿Cómo vivir con un muerto que pide una reparación?”, se pregunta a propósito del personaje de Olivier. “Quizá lo que descubra el padre del niño asesinado no sea el perdón, sino la imposibilidad de matar. El alma humana, según Levinas”. Y no matando a Francis, “es el padre que quizá permita a Francis reconciliarse con la vida”.

A los Dardenne les preocupaba que El hijo pudiese generar un falso debate sobre el perdón, por eso recalcaron la “arrogancia de orgulloso” de Olivier, que se cree capaz de perdonar al asesino de su hijo. “Se cree por encima de los humanos. Se cree Dios”; pero Dios ha muerto, y que su sitio está vacío: “Sobre todo, no ocuparlo”. Sus personajes están fuera de la maquinaria teológica. Justo porque han dejado atrás el mundo de la culpa y la justicia son sencillamente la vida humana. Su “salvación”, más allá de la perdición y la redención, es del carácter más íntimo, pues sólo se salvan en el punto en el que no quieren ser salvados, lo que apunta a la salvación de la profanidad del mundo. “El arte no puede salvar el mundo, pero puede recordarnos que es posible salvarlo”, escribe Luc Dardenne en su diario.