Ahora la editorial Losada ha publicado el volumen titulado Cine y Literatura, donde se recogen sus críticas de películas y artículos sobre cine escritos entre 1919 y 1931. En ellos se lee el cine de su época como si aconteciera ahora mismo, desde la prosa cristalina de este escritor visionario. Quiroga escribe sobre técnica y puesta en escena, convenciones y censura, Griffith y Thomas Ince, y sus artículos sobre las actrices del cine mudo anticipan las reflexiones de Edgar Morin en Las stars y el apasionamiento de Truffaut por las estrellas del cine.
“No cultiva las desnudeces lentas y graduadas de Gloria Swanson, ni el trémulo extravío de manos de Lidia Borelli”, escribe sobre Bebe Daniels, la actriz que “ejerce más bien de muchachita aturdida” y “muestra predilección por sentarse sobre las piernas en los divanes”. Llama “gratuita” a la seducción profunda e irresistible que emana “de su color moreno pálido, de su larga mandíbula, de su nariz acentuada, de su boca poco académica, y de los veintiún matices con que hace jugar cada una de las comisuras de los labios”, y nos avisa: “Por muchísimo menos, otras criaturas han sido condenadas al fuego eterno”.
Quiroga considera el cinematógrafo “un arte íntimo de la expresión”. Sobre el hosco William S. Hart, que por toda seducción externa ostenta “un pantalón y un par de botas embarrados”, se pregunta a qué se debe el encanto que despliega sobre “una chica que de los hombres no conoce sino el corte de sus smokings y la tirantez de sus gominas?”. Y se responde: “Curioso es comprobarlo: pura y exclusivamente a la energía de su carácter. Vale decir, a la arista más aguda del alma primitiva, que la civilización urbana ha desgastado, nivelado y aceitado, al punto de ser un mérito no tenerla más”.
En sus apuntes sobre el cine naciente y sus intérpretes, el escritor de cuentos fantásticos advierte la pérdida de los gestos de una época que el cine mudo se encarga de convertir en hados. Fascinado por la ilusión de inmortalidad que provoca la imagen cinematográfica, Quiroga encuentra en el cine un fiel trasunto de su ideal del arte como expresión de la vida, una vida cada vez más desnaturalizada e insondable, de la que el cine recupera sus gestos para convertirlos en destino. De esta emergencia y desaparición trata el cinematógrafo y la “nueva era” que según Quiroga inaugura, un tiempo donde lo literal se vuelve metafórico y el mundo se configura en un entramado de existencias paralelas.
En sus apuntes sobre el cine naciente y sus intérpretes, el escritor de cuentos fantásticos advierte la pérdida de los gestos de una época que el cine mudo se encarga de convertir en hados. Fascinado por la ilusión de inmortalidad que provoca la imagen cinematográfica, Quiroga encuentra en el cine un fiel trasunto de su ideal del arte como expresión de la vida, una vida cada vez más desnaturalizada e insondable, de la que el cine recupera sus gestos para convertirlos en destino. De esta emergencia y desaparición trata el cinematógrafo y la “nueva era” que según Quiroga inaugura, un tiempo donde lo literal se vuelve metafórico y el mundo se configura en un entramado de existencias paralelas.
Reproducimos a continuación uno de un textos sobre el actor William S. Hart, publicado el 1 de junio de 1922 en la revista Atlántida.
LA MORALIDAD EN EL CINE. WILLIAM HART
Con El mar de arena, historia sentimental de una travesía del desierto, vuelve a presentarse en la pantalla este actor, de relieve tan singular que merece que nos detengamos a considerarlo.
Hart personifica sobre todo, y por encima de todo, al varón. No existe en todo el cine un ser de rostro menos agraciado que el suyo. Pasa visiblemente de los cuarenta y cinco años. Es tosco –por lo menos en la pantalla–, y simula a maravilla ser muy tímido en achaques de amor. No es pues ni buen mozo, ni joven, ni elegante, ni ha desempeñado que sepamos papeles de intelectual. ¿A qué se debe, entonces, el prestigio que entre el bello sexo tiene este actor tan desprovisto de seducción?
Curioso es comprobarlo: pura y exclusivamente a la energía de su carácter. Vale decir, a la arista más aguda del alma primitiva, que la civilización urbana ha desgastado, nivelado y aceitado, al punto de ser un mérito no tenerla más. Con tales aristas, pues, ásperas y violentas hasta convertir al actor en oso perpetuo, Hart goza, a los cincuenta años, de muy sentimentales privilegios en el corazón de las tiernas jóvenes en honor de su temple viril, no la tosquedad, la madurez y la vieja cara de gorila de su héroe espectral.
Con nuestro urbano concepto del hombre paladeado y sopesado en cotillones y garden parties, nada extraño que la predilección femenina corra hacia Wallace Reid, Tomás Meighan, Valentino y demás buenos mozos profesionales. De más o menos, todos ellos ofrecen a la pupila pensativa de una niña apenas mujer, la juventud, el donaire y la belleza del soñado ideal.
Pero Hart nada de eso puede ofrecer: ni juventud, ni elegancia, ni felina seducción. Ese hombre viejo es un simple símbolo de lo más característico del varón: la energía masculina del carácter. Sus conquistas en la pantalla tienen todas por base la manifestación de esta dura cualidad del alma. Y si a pesar de ella llega el hombre a conquistar, ello se debe a que en el fondo de esa aspereza insultante, anida una gran ternura, celosamente oculta por pudor viril.
Como en nuestras salas de cine, son comúnmente en la pantalla jovencitas las que se sienten estremecidas de amor por el rudo varón. Para mayor contraste, es casi siempre en el campo, en los bosques, en los páramos de hielo, donde se despliega su energía, ostentando por toda seducción externa un pantalón y un par de botas embarrados. ¿Qué puede ver, qué encanto puede hallar en tal viejo y feo hombre así vestido, una chica que delos hombres no conoce sino el corte de sus smokings y la tirantez de sus gominas?
Nada, a no ser la fuerza y el temple del carácter, dos cosas que ignora en su medio ambiente, pero que la arrastra irremisiblemente hacia el rudo varón que las posee.
En las minas, en los orajes, en el desierto: donde quiera que Hart ha actuado, sus cintas han sido un constante himno al esfuerzo personal, un durísimo triunfo del trabajo, del valor, y la fe en una y otra cosa. No pocas veces el protagonista ha llegado al simbólico Oeste con el valor perdido y la fe extraviada. Es unas veces un vencido por inadaptación a la lucha urbana, y otras un mozo dilapidador, estéril e inútil en la vida del mundo. Y en todos esos casos, hemos asistido a la regeneración del hombre por la vida libre y el trabajo manual.
No importa la clase de trabajo: ingeniero, cow-boy, peón de mina. La regeneración quedaba cumplida desde el momento en que el hombre saboreaba el triunfo sin par: el de su propio, duro y útil esfuerzo.
Nunca seremos bastante gratos a esta tendencia particular y exclusiva del cine norteamericano. Su incansable canto a la energía del varón compensa con exceso las innumerables tonterías que nos sirve a la par. Hay en este himno al trabajo, por grosero que sea, una prédica de moralidad superior, que no se aprecia en lo que vale. Mientras el verso, la novela y el teatro se desgastan pellizcando en minucias decorativas o adulterios muy bien sobrellevados, place ver en la popular pantalla una ruda y fresca historia del Oeste, cuyas pasiones giran alrededor de las simples manos encallecidas de un varón.