sábado, 3 de marzo de 2007

SUEÑOS Y OSCAR


David Lynch invoca las visiones oníricas en Inland Empire, una película sobre las cadenas del cine y el subconsciente. De los cineastas que apelan al subconsciente, Lynch es el más oscuro, el que parece no despertar nunca de su pesadilla. Buñuel, al contrario, soñaba por nosotros con una claridad despierta y transgresora, mientras que el onirismo de Fellini, de una raíz católica más problemática, convocaba un tiempo inmóvil y desmemoriado, el eterno presente de una fantasmagoría existencial.

A sus 60 años Lynch ha dado esta película libérrima, de cerca de tres horas de duración, rodada sin un guión definitivo y en formato digital. Dice que no volverá al celuloide porque es un formato lento, que no le permite cambiar de idea con velocidad. A partir de ahora, asegura, trabajará en digital, un formato más ligero y flexible, al que califica de “sueño hecho realidad”. Como el Fellini de la madurez, Lynch quiere una película que se vaya haciendo día a día, sin objeto, ruta ni fin del viaje, sólo el viaje por sí mismo.


Al final de su carrera Fellini intuyó que el cine cambiaría, que se convertiría en otra cosa distinta a la que él conoció, un “fenómeno mítico” que, más allá de sus aspectos culturales, “formaba parte de la vida, como el noviazgo, el sexo, el matrimonio, la nieva, las fiestas de Navidad”. Habían cambiado sus estructuras y organización, y el público, por culpa de la televisión, era cada vez más incapaz de vivir esa “tensión y espera” propia de la sala oscura sin las cuales, para Fellini, no pueden existir ni el arte ni los espectadores. A su manera, Lynch monta todo el suspense de su cine sobre los rescoldos de esa “tensión y espera” de la que hablaba el maestro italiano.


Este año Lynch se ha quedado fuera de los Oscar. Con
Inland Empire, una película en la que la actriz Laura Dern vomita sangre en el paseo de las estrellas, ha cruzado al otro lado. El ganador ha sido, por fin, Martín Scorsese con Infiltrados, un remake vergonzante de una película de Hong-Kong que es sólo una sombra de su mejor cine. El Oscar al mejor director se lo entregaron sus compañeros de generación, Coppola, Lucas y Spielberg. Juntos quisieron cambiar el cine de Hollywood, pero al final Hollywood pudo con ellos.

Fellini, como buen amante de la mitología del cine, adoraba el Oscar, con el que fue recompensado en cinco ocasiones. Le fascinaba el desfile de estrellas, “que llegaban a bordo de limusinas que parecían carrozas fúnebres”. Todo el ritual le parecía “vagamente mortuorio”, pero también “conmovedor y patético, montado con plena conciencia de lo que era y de lo que es”. El Oscar, decía Fellini, “es el cine que se encuentra consigo mismo tratando de resucitar a los muertos, de exorc
izar las arrugas, la vejez, la enfermedad y el fin. Tiene la fascinación que tienen las caricaturas, es la caricatura del Juicio universal, es la resurrección de la carne”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El artículo está precioso, los enlaces también. Sigue así.